por Sofía Ramírez
Vicente Quirarte escribió un hermoso libro titulado Merecer un libro. Más allá de su contenido, que me parece fascinante, lo que me ha hecho reflexionar incansablemente es la propia sentencia del título: ¿realmente merecemos los libros que tenemos, que hemos leído, que deseamos leer? Cuando elegí mi carrera universitaria, consideré dos cosas: terminar definitivamente mi tóxica relación con las matemáticas y que me encantaba leer. Las primeras bibliotecas que conocí fueron la de mi abuelo, la de mi padre, la que mi madre conformó en mi casa y la de mi amiga Elisa.
La primera contenía títulos sofisticados de libros para adultos que más que una atracción, eran un misterio. Estaba compuesta por libros de guerra, novelas de suspenso y alguna que otra enciclopedia. Títulos largos que definían extensos contenidos abrigados por gordos tomos. Nada que al interés infantil pueda atraer.
La de mi padre contenía libros de medicina y taurinos, temas algo alejados de mis preocupaciones vitales. La de mi madre era más sugerente: cuentos clásicos hermosamente ilustrados, mitos griegos editados en papel biblia, novelas de Taylor Cadwell, José Luis Martín Vigil, Salma Lagerlöf, Edmondo de Amicis, Susanna Agnelli, Pearl S. Buck, además de los clásicos de Julio Verne o Arthur Conan Doyle. Aquí descubrí a Ana Frank y a El principito, quien me ha acompañado a lo largo de mi vida y me ha rescatado de tantas formas que me es imposible enumerarlas ahora. También había libros de arte, una maravilla al tacto y a la vista, una biblia ilustrada y varias enciclopedias.
Vagamente recuerdo la biblioteca de mi amiga Elisa, pero jamás olvidaré la primera saga que leí gracias a ella: Torres de Malory, de la escritora inglesa Enid Blyton. Estaba compuesta por seis tomos, cada uno correspondía a un grado académico, pues Torres de Malory cuenta las aventuras de las internas de un colegio inglés para niñas. Ahora, gracias al internet, descubrí que la saga se ha reimpreso varias veces y que en España es un éxito. Creo que con estos libros me gradué como lectora. Ya había leído el Diario de Ana Frank, La vida sale al encuentro, de Martín Vigil; Corazón: Diario de un niño, de Amicis; Leyendas de Cristo, de Lagerlöf; El Principito, de Saint-Exupéry, pero Torres de Malory me dio una disciplina lectora y la avidez por leer y seguir leyendo y lamentarme una vez concluido el libro.
Entonces comencé mi biblioteca. Mi papá tenía la costumbre de comprar libros en La Librería de Cristal, que se ubicaba en la calle Madero, y como generalmente los encargaba, cada dos semanas tenía que ir a recogerlos, ya que eran volúmenes de enciclopedias taurinas o bien libros que eran difíciles de conseguir. Yo me sumé a esta rutina, primero porque el espacio de literatura infantil era un enorme castillo que te invitaba a entrar y enloquecer con tanto libro, y segundo, porque en el entusiasmo por tener un nuevo libro, mi papá siempre accedía a comprarme alguno. Así adquirí mis primero libros que hoy solo están en la biblioteca del recuerdo, aquellos libros pop up que eran fascinantes, otros para iluminar y uno de recortar de Robin Hood: un teatrino y títeres de dedo de cartón que aún conservo. Después vinieron Frankestein, El sabueso de los Baskerville, Olalla, ediciones infantiles un tanto maquilladas que dictaron mi orientación a qué libros me gustaba leer en ese entonces, costumbre que conservé y reafirmé con Edgar Allan Poe y H. P. Lovecraft por un tiempo. Poco a poco me fui haciendo de libros que debía leer para la preparatoria y, más tarde, continué con esa costumbre en la universidad, aunque la perfeccioné: comencé a adquirir libros de interés personal, aquellos sugeridos o recomendados por alguno que otro maestro fuera del aula, pero, sobre todo, por algún compañero adicto a la lectura. Después, la intuición personal poco a poco fue dictando mi conciencia lectora.
Durante mis estudios profesionales aprendí a leer. Comprendí que los libros abrían un sinnúmero de posibilidades para la apreciación del mundo, interior y exterior; que si no leía, no pasaba nada, pero que al leer, todo sucedía. Los libros se convirtieron en una vida alterna y también en una alternativa de vida. Y las bibliotecas, un refugio, un sitio de descubrimientos, el sombrero del mago que constantemente sorprende con aquello que guarda.
Conozco pocas bibliotecas, pero siempre he tenido la certeza de que ahí se esconde algo, eso que yo necesito encontrar, que siempre me ha hecho falta pero no sé qué es, hasta que me sale al paso, como el pozo en medio del desierto, como “el libro salvaje” del que habla Juan Villoro. Un libro, un autor, un título, y la magia radica en la red transformadora: ese libro, ese autor, ese título me llevan a otro libro, otro autor u otro título. Así constantemente, porque los libros, sus autores y sus títulos, se relacionan unos con otros, según el mismo Villoro, como si fueran amigos, incluso parientes.
Reconocer que cuando leemos, más allá de descifrar un código, lo que en realidad estamos haciendo es revelar un secreto: vemos lo que leemos. Entonces surgen bosques, casas embrujadas, palacios, fantasmas, niñas solitarias, aviadores, desiertos, todo lo vemos, todo es realidad. Entonces sí, merecemos los libros que tenemos, que hemos leído, que deseamos leer. Y sí, merecemos construir una biblioteca.