por Angélica Martínez Coronel
Loci et locus amoenus
Que no sea juzgada una biblioteca por su lugar de existencia, pues donde más de dos libros se juntan… ahí estará el principio que moverá todo: el de la incerteza. O, por defecto y efecto, el camino de saberse en una paradoja consistente en darse cuenta, uno mismo, de que entre más conoce, más sabe que desconoce. Y entre más libros tiene, más libros le faltan. Tras ello viene el deseo del espacio propio e insondable que permitiría conservar todos los libros. Sin embargo, la necesidad de lacerar al acumulador interno con un minimalismo según Netflix o según las redes con temas de life style tipo “Soltarlo es dejar ir” llega de manera fulminante, nos alcanza la condición de los reducidos espacios posmodernos. He visto a mis amigos con bibliotecas enormes ceder ante tal fenómeno: regalan o venden libros como desarmando a todo un ejército que se ha rendido. Con tan poco espacio o certeza económica, las bibliotecas personales (persona-less) de ahora tienen que ser incorpóreas, móviles y trashumantes. Pero no. Soltarlo no es dejarlo ir, es buscarle espacio en otro lado; ah, sí, al libro también.
Esa búsqueda de espacios regresa a lo que tendemos a idolatrar; las bibliotecas enormes fundadas en sitios emblemáticos. Pienso, por ejemplo, en la del Vaticano o en la del Congreso de Estados Unidos de Norteamérica. Mantenemos —casi siempre sin ser conscientes de ello— esas monumentales bodegas de celulosa, tintas y pergaminos en mente. [Aquí, “disnei moud on”, un flashback de nosotros lectores viendo a Bella recibiendo la biblioteca que le regala la Bestia]. Comienza a surgir en cada uno de nosotros, como nacida de la convicción de que tener [así nomás: TENER] muchos libros te hace más fuerte y hasta mejor, un ansia mórbida por competir con otros bibliófilos, por acaparar determinadas ediciones y por acumular cuantos libros podamos de los autores del canon, de nuestro canon o del canon “n”. Queremos tener todos los libros. T O D O S. Y tenemos lugares especiales que hemos pensado para ellos: cuáles van en la tapa del depósito del sanitario, cuáles en la mochila, cuáles bajo el sobaco o la almohada, cuáles en el buró o la mesita de noche, cuáles en el escritorio, cuáles en la sala, cuáles en las repisas; cuáles en los libreros del estudio, de la habitación propia, de las áreas para comunes o de las áreas comunes.
Hemos ampliado los espacios bibliotecarios hasta el plano de la irrealidad visible mediante aplicaciones para dispositivos móviles que incluso recrean, virtualmente, un librero que muestra los lomos de los libros que nunca tocaremos y sólo descargamos. Necesitamos lugares para todo y necesitamos la ilusión de los lugares convencionales.
Theologia moralis
I. Moralidad de acto
En un libro de Historia de México que está en la Biblioteca “Jaime Torres Bodet”, de la ciudad de Aguascalientes, encontré un dibujo al margen de una página en la que se explicaba cómo el maíz, uno de los principales alimentos americanos, era también un símbolo del origen de la humanidad. Ese dibujo, como todo signo, cambiaba de significado según se le leyera y a razón de las circunstancias en las cuales se le interpretara. Bajo el título de “El pozoles” estaba un ser humanoide, con cabello crespo, ojos y nariz redondos à la Groening, y, en el lugar que debiera ocupar una dentadura, había una mazorca en posición horizontal. Así, si se leía como una travesura, uno podría imaginar lo prángana del autor y perfilarlo como un adolescente que al leer “maíz” se acordó de su compañero dientón y decidió dibujarlo en el libro al tiempo que fingía sofocar sus carcajadas y a sabiendas de que, plácidamente, rompía dos reglas sagradas de las bibliotecas: “No rayar los libros” y “Guardar silencio”. Ahora que, si se leía como una glosa iconográfica, pues uno consideraría al dibujito como representación condensada de una lectura del Popol Vuh que explica que todos somos hijos del mais. Aunque sea por mera naturaleza mítica.
Yo encontré a “El pozoles” y tuve que salirme porque me traicionaron los diablos y no podía dejar de reír. Pero la culpa que llevaba a cuestas mientras bajaba las escaleras no fue tanta como aquella que se volvió vergüenza de cierta ocasión en la que tiré al suelo todo un fichero de la letra “A” —los bostezos, el asombro, el primer amor, el mero placer y el horror, todo empieza con “A”, así que era el fichero más nutrido— cuya caída resonó en todo el interior del edificio. Jamás tuve falta tan grave, o pecado tan evidente como ese. Salieron todos los lectores a ver qué había pasado, pensé en que si a uno antes, según las Biblias, lo lapidarían por pecados graves, en ese momento, a mí me librearían, es decir, moriría tras recibir el golpe de cientos de libros de pastas gruesas. Porque la gente odia que se rompan las reglas, pero, eso sí, ama romperlas para justificar herir a otros.
Cuando la bibliotecaria llegó yo estaba intentando regresar el tiempo hasta antes de la caída del fichero. Mi corta edad sólo empeoró las cosas porque era una puberta que “por irresponsable y descuidada” había dañado un espacio sagrado donde “por eso hay que pedir las cosas y venir acompañado de un adulto”. Cambiaron esos ficheros por computadoras, pero ya no he vuelto porque quizá ahora tire el monitor.
II. Moralidad de pasiones
No hay peor amante que el que se va llevándose buenos libros de tu biblioteca personal. Ese te roba doblemente y te mantiene retenido; el recuerdo constante de que tiene tu libro te mueve a la ira. Algunos matan diciéndote cosas como “Ah, sí, y tu libro * piensa en tu libro en cuestión y coloca su título aquí*, ese que me habías prestado, pues lo perdí”. Sin embargo, llegan otros a darte buenos libros y cuando se van, muy tarde o temprano, terminas separando al libro de su antiguo poseedor. Piensas, por ejemplo, en que esa es una edición indispensable, “que ya no se consigue”, y te preguntas cómo sí pudo haberte dado ese libro, E S E, pero no un espacio dentro de sí.
Hay que pensar muy bien qué libro regalar y a quién porque la buena o mala voluntad de esa elección puede perseguirnos hasta que terminemos siendo una referencia, o un indirecta muy directa, en algún texto que llegue a muchas voces u ojos. Recuerdo, por ejemplo, a “X” sujeto que me regaló libros de teoría literaria marxista y algunas novelas gringas; ese tipo me monopolizaba y sus libros, ahora míos, están, casualmente en una repisa al lado izquierdo, llenos de arañas. Y está “Y” tipo que sólo me regalaba libros de coedición cuyo tiraje había estado patrocinado, de alguna manera, por el gobierno; él inició una guerra con dádivas de interés social y yo, en vez de libros, le respondí regalándole algo parecido a una despensa.
Es molesto recibir malos libros o recibir los libros que uno no debería haber recibido de ciertas personas. A quien da malos libros o a quien da los que “le sobran” o los que no quiere porque le estorban, debería inundársele la biblioteca; porque no es lo mismo el resignarse porque te robaron un libro importante que el intentar resignarte porque sí tienes ahí todos tus libros importantes —hasta los autografiados— pero empapados. Todos tus libros ahí mojados ahora están como masa inservible ocupando de angustia tu espacio y tiempo. Ves la demostración de cómo, en un instante, todo aquello que fue tan importante para tu ego intelectual ahora es material de reciclaje y, seguramente, terminará siendo papel sanitario. Imaginemos la firma de, no sé si exagero, José Emilio Pacheco, Sergio Pitol o Vila Matas en un cuadrito de suavel; cosas así que resultan del reciclaje donde la teología se vuelve escatología.
Oratoria profana
Alguna primavera entre 2011 y 2013 mi amigo Felipe y yo debíamos presentar un análisis de Las bodas de sangre para una clase de teoría literaria que, en teoría, teníamos. De ahí el que no supiéramos bien qué hacer y el que, entonces, necesitáramos los libros que sospecháramos útiles para decir algo, si no coherente, al menos, convincente o barroco (como se estila en muchos análisis literarios).
En alguno de los pasillos de la biblioteca central de la (B)UAA, entre los 900 y los 800 de acuerdo con el sistema decimal Dewey, a Felipe lo encontró un grimorio. Era pequeño, delgado y de color naranja. Parecía que estaba desesperado por hacerse notar entre los otros libros. Felipe estuvo hojeándolo admirado de que fuera justo como él había leído que eran: la lista de demonios, las recetas de pociones, los pasos para el ritual de invocación, algunos dibujos.
Yo supe del grimorio una mañana después de que Felipe lo hubiera revisado. Me sorprendió que en la universidad hubiera uno, pero eso fue acaso sólo porque yo no sabía que son los grimorios los que lo encuentran a uno. De modo que andábamos mejor en libros de brujería que de teoría literaria y mejor en libros de hechizos que de lingüística. “Si volvemos y sigue ahí, es nuestro; si no, a alguien más le pertenecía y había estado esperándolo”, me dijo Felipe luego de revelarme que, un día antes, él mismo lo había ocultado entre los libros que nadie lee: los de matemáticas. Ese día, por la tarde, nos fuimos a la biblioteca. El grimorio seguía ahí, constaté lo que Felipe me describió y, como no tenía código de barras ni número de ubicación, fuimos a preguntar si “el librito ese” tenía dueño. El bibliotecario, que como nosotros nunca había visto algo así, dio la resolución final de manera clara y precisa: “No, no es de aquí. De hecho, no aparece ni en el catálogo, ni en línea. Si se lo quieren llevar, pues ya es de ustedes”.
A mitad de un bosque, derramar la sangre de un recién nacido sobre un ciervo bajo el claro de Luna…Clavos de olor… musgo que ha nacido en una roca al poniente de una montaña…
[Yo buscaba a Baphomet]
Teníamos miedo de no poder con tanto, dejamos el grimorio y los dos nos dijimos: “Si mañana sigue ahí, nos lo llevamos”. El grimorio ya nunca más estuvo entre los libros de matemáticas ni entre ningún otro de esa biblioteca; hasta donde supimos nosotros.
Geographiae itinerantium relationes
Todos esos libros que prestaste y que no te devolvieron se abren para otros ojos en latitudes imperceptibles. Van a viajar mucho más que tú en toda tu vida, ni modo. Para un libro la migración no es peligrosa. Va a hacer otra biblioteca en lugares que ahora te son poco gratos; como todos los sitios donde dejaste migajas de ánima. Puedes perder libros como pierdes personas: así, de pronto, sin anestesia y con todo el remordimiento de no haberlos disfrutado en tu última lectura como si supieras que definitivamente sí sería La Última.
Los libros que perdí sé que ahora son biblioteca de otro, pero sé, también, que los he dejado conjurados. Que cada vez que lo veas sobre tu buró o en tu librero te cale y que te acuerdes, en ese momento, de que era(S) mío. En todas las bibliotecas ha de haber libros así, ligados a sus primeros dueños. Por ello las grandes bibliotecas son el resultado de los libros y voces que vamos moviendo por conocernos los unos a los otros, son la memoria externa de nuestra humanidad y la memoria siempre hace su itinerario en el dolor.
S. Scripturae expositores
He escuchado a mis amigos contarme sus historias de nuestros evangelistas latinoamericanos —y por “latinoamericano” quiero decir profano— o europeos —y por europeos quiero decir Vila-Matas—. Los vieron en la FIL, les firmaron sus libros, me muestran el manuscrito, la firma de extravagantes formas [Vila-Matas siempre pone una silueta como de detective con sobrero, le admiro esos trazos sobrios]. Tengo algunos libros firmados por un sólo escritor mexicano que además me cae bien, pero los importantes, para mí, son los que me han firmado mis amigos que ya no tardan en ser referencia internacional de literatura mexicana. Es decir, entiendo, entiendo el fetichismo por la firma DEL AUTOR: si pides al escritor que firme tu libro, manoseas la idea de que tienes algo de él, de su esencia.
Es experimentar cierta cercanía con la Divinidad. Si Dios hubiese escrito la Biblia sin “negros”, también le habríamos pedido que la firmara. En eso sí los hombres y Dios no nos parecemos tanto, los bibliófilos admiramos a Los Autores, no a los que escriben para que otro sólo ponga la cara, y acariciamos frenéticamente el dorso de la página que nos han firmado: hay palabras que necesitamos tocar y otras que sólo nos tocan.
En la conversación con mis amigos, a veces, mencionamos qué libros autografiados tenemos en nuestras bibliotecas. Lo decimos como sin querer, sin permitir que todos sepan a quién tenemos capturado dentro, o dentro en celulosa y sepia.
Geographiae humanis
La tinta de la contingencia nos escribe en el cuerpo, van naciendo múltiples volúmenes de Historia Humana, Historia Humana Sentimental, Psicología, Artes Dramáticas, Medicina Forense, Literatura amorosa para el 14 de febrero, Ficcionarios, etc. Una voz interna parecida a la nuestra nos lee esos textos una y otra vez; la realidad que intentamos superar nos ayuda a escribir otros más.
Pronto, todos llevamos varios libros. Ya, de por sí, estamos hechos de muchos libros. Porque así son las bibliotecas humanas, van acumulando ejemplares al tiempo que permanecen moviéndose por todo el mundo. A veces tienen costumbres que otras bibliotecas no, por ejemplo, quedarse en determinado lugar por temporadas que sólo la ansiedad sabe; o, también, suelen reunirse con otras para beber. Cuando están juntas, se abren mientras ocultan sus posesiones más vergonzosas, las etiquetan con cinta amarilla: Educación Sentimental, Catecismo, Kama Sutra para principiantes, 1001 dietas para adelgazar sin dejar de tragar, 1002 excusas, 1000 publicaciones que tienes que hacer en Facebook antes de morir…Pero, por culpa de alguien que rompió la cinta por querer saber de más, suele quedar algún libro vergonzoso mal colocado que siempre se cae de la estantería. Un estruendo y en el suelo aparece un ejemplar de “Mis verdaderas intenciones” que sacude el polvo de los pisos y se abre en las primeras páginas. Ahora se conoce la verdad, todo lo demás pierde lugar: es la total y áspera descolocación. Ambas bibliotecas se clausuran. No habrá más días, ni horarios de encuentro. El libro cayó como fatal consecuencia de que se había roto la más sagrada de las reglas de un bibliotecario: “Favor de dejar los libros consultados en el carrito. No intente devolver los libros a su estante”. ¡Ahora quién va a acomodar todo eso, cómo va a volver todo a su sitio!
Hace mucho que no disfrutaba una lectura,, la cinta amarilla, que edad tenias cuando tiraste el fichero?
La teología se vuelve escatología, el grimorio, eso de verdad sucedió?
Saludos