por Luis Boiler
Habría que comenzar diciendo que hay cosas que no se publican en Facebook. Porque no es agradable ni estético, no es tendencia ni es popular, no te ganará likes ni aumentará tus seguidores, no te hará blanco del omnipresente flirteo digital ni te traerá más amigos de esos de los nuevos, líquidos, antisépticos, desechables, amigos digitales. Para todo eso nos quedan entonces las revistas, los libros o, más púdicamente, el cajón de lo inédito. Porque en este nuevo mundo de sensibilidades frágiles y corrección políticas, pareciera que sólo desde las páginas que se disfrazan de literatura, puede uno ejercer con mínimo remordimiento la tan mal cantada cualidad de incomodar, seguir el consejo máximo de Faulkner: al escribir hazlo como si no tuvieras familiares ni amigos.
Establecido esto, continuar con la siguiente generalización: para el mexicano promedio el primer acercamiento a New York suele hacerse desde la ficción. Y muy probablemente se le conozca primero como Nueva York antes de empezar a nombrarla desde el fingido, adquirido, poco poblado corral anglosajón de nuestro vocabulario. Luego entonces, para el sector demográfico al que pertenezco, el acercamiento iniciático a esa ciudad de brillos y sinsabores es mucho más amplio que el que tiene quien se adentra a ella en carne y hueso desde la primera vez. Entiendo la perspicacia que causa la frase anterior y voy a tratar de explicarme: la gran mayoría de los turistas que eligen New York como destino vacacional tal vez sólo salgan de Manhattan para tomar el tópico y típico ferry hacia la isla Ellis. Con suerte irán a Brooklyn; los más osados, al Bronx (nuevo núcleo de la comunidad rusa en la región, con buenísimos restaurantes y otras curiosidades). Para todos ellos, la Gran Manzana es Manhattan: las luces de Time Square, Central Park, Rockefeller Center, Broadway. Pero, así como Batman no vivía realmente en Ciudad Gótica sino en algún suburbio cercano y Spiderman durante mucho tiempo no vivió en Manhattan sino en Queens, una cantidad interesante de personajes representativos del imaginario neoyorkino vivían en las orillas opuestas del Hudson y del East. A varios de nosotros, las películas, las series televisivas, e incluso los cómics, nos mostraron no sólo los rascacielos, no sólo el glamour y los callejones, no sólo el omnipresente tráfico, las demasiadas luces, la basura en las calles. Todos estos medios se han ocupado también de mostrarnos el resto de la ciudad, un lado de New York que difícilmente verá el turista que se abalanza sobre Central Park, el Empire State y la Estatua de la Libertad. Un entorno mucho más exótico, con muchos más matices, más impredecible y traicionero que la gran ciudad: sus difusos e inquietantes suburbios, la periferia de esa gran ciudad que actúa como otro lado del espejo para los millones de personas que día a día se trasladan a Manhattan para trabajar, crear, amar, vivir. Estos suburbios esconden todo un universo alterno de aristas mucho más afiladas que las de la gran ciudad, zonas emocionales de guerra como las que novelistas como Richard Yates nos mostraban para otros suburbios en otras zonas de los Estados Unidos de América, o como más recientemente hicieron series de culto como Mad Men.
Mad Men, creada por Matthew Weiner, se convirtió en un éxito televiso en 2007. Teniendo como fondo los entretelones del negocio de publicidad en el New York de los años 60, la serie se sostenía mayormente en un reparto de primera que logró hacer maravillas durante siete temporadas de guiones inteligentes y bien manejados. Un factor importante para atrapar la atención de espectadores de muy distintos gustos era el recurso de abordar problemáticas o vicios humanos que aún están muy presentes en nuestros días, para presentarlos en toda su crudeza pero desde una tramposa visión histórica: sí, claro todos son unos machistas de mierda…, pero son los 60s; a la mujer no se le toma en serio ni profesionalmente ni en las relaciones ni en la ciudad…, pero son los 60s; hay una tremendamente normalizada dependencia a las drogas a todas horas y en todos los ambientes…, pero son los 60s. Hay una normalización de la violencia en las relaciones (parentales, de pareja, laborales, you name it)…, pero son los 60s. Don Draper el protagonista de la serie, interpretado por un imponente Jon Hamm, es un exitoso publicista, atractivo y arrogante lisiado emocional que se pasa la vida en un espiral de engaños y seducciones que incluye a cuanta persona lo rodea. Todos quisieran ser él. (Casi) todas quisieran estar con él.
En “Las bodas de Fígaro”, el tercer episodio de la primera temporada de Mad Men, Don Draper despierta fuera de Manhattan, en el más familiar de los días: el cumpleaños de su hija Sally. Toda la segunda parte de ese episodio se enfoca en mostrarnos a Don ocupado en tareas que parecen sacadas de cualquier postal familiar de la América de los 60s: construir una casita de juguete en el jardín, ayudado por un montón de cervezas y teniendo cuidado de no ensuciar el baño de visitas, arreglarse para los invitados, recibirlos y ser medianamente amable con ellos, cada uno más insulso o básico que el anterior, grabar con una flamante cámara de video el millar de relevantes, cruciales detalles que ocurren en este tipo de eventos, evidentes al parecer para toda madre o ama de casa, pero elusivos, casi invisibles para el hombre promedio. Todo esto mientras le recuerdan una y otra vez que debe ir a recoger el pastel a la tienda. Don se mueve entre todos los rincones de la fiesta con una concentración entomológica más que antropológica, presenciando un ambiente mucho más peligroso y salvaje que esa tan mentada jungla de concreto que es Manhattan: las apariencias, las dobles caras, los ataques a espaldas de cada persona que tiene la mala fortuna de no estar en la misma habitación, los coqueteos, acosos, insinuaciones. Betty, su esposa, se encarga de recordarle en todo momento el terrible anfitrión que está siendo. La noche anterior a esa fiesta, Don Draper tiene un encuentro con una importante cliente de su agencia, dueña de una enorme tienda departamental y con la que ha estado flirteando durante todo el día bajo el pretexto de entender mejor su negocio para preparar la nueva campaña. Antes de por fin besarse, ella le explica que todo lo que necesita una niña pequeña es un perro: un perro te protege, te escucha. Entre el pasmo o hastío que le causa todo esto, y como fondo la interpretación de Las bodas de Fígaro de Mozart en la radio, el ánimo de Draper se va enturbiando visiblemente. Salvo los contados minutos que pasa conversando con una vecina nueva en el vecindario, recientemente divorciada, que parece ajena a todo esto (y por lo mismo es alienada por el resto de las mujeres en la fiesta). Hasta que Betty llegue para recordarle una vez más que debe recoger el pastel. Don deja la casa, recoge el pastel y conduce por el vecindario con la misma mirada entre asombrada y hastiada que tenía en la fiesta, llega a la casa y en lugar de parar, sigue conduciendo.
Ni Tom Palmer, el guionista del episodio, ni Ed Bianchi, director del mismo, se preocupan en mostrarnos mucho de lo que hace Don en esas horas en que se ausenta de casa, justo en uno de esos momentos en que, se supone, un hombre de familia no podría ausentarse, dejar a la familia abajo, decepcionarlos. Y no es necesario que nos lo muestre: todo hombre no “deconstruido” (esto es 99.5 por ciento de los hombres) casado, o que viva en una relación de pareja en la que se comparta techo y lecho, tiene una idea más o menos clara de lo que hizo durante esas horas. Lo mismo que hace cada hombre que se entretiene en los pasillos de un supermercado camino a casa a comprar algo “que ya no teníamos”. O al que se le descargar el celular en medio de algo que “le surgió”. O el que sale a comprar cigarros al expendio más lejano, cuando hay una tienda muy bien surtida en la esquina. Nada. Don Draper no hizo nada en particular. Acaso cuestionarse por enésima vez ese proyecto continuo de física cuántica que damos en llamar familia. Acaso, más específicamente, tratando de entender si era un “buen padre”, escurridizo concepto.
Porque ¿qué hace uno con los hijos, sino “tenerles”? Ni siquiera es tanto la parte de tenerlos. Tenerlos: extraño mexicanismo para el acto de parirlos, de traerlos al mundo: tuvo una hija, tuvimos un hijo, equiparando creación a posesión como una manera de reconciliarse con la demandante evidencia envuelta en mantas de que contribuimos a incrementar la población mundial. “¡Soy mejor que ustedes!” bromeaba Jerry Seinfield, otro famoso neoyorquino, en su acto: “¡Puedo hacer mi propia gente!”. Lo que no agrega tras las risas que ha causado es que la mayoría de nosotros no tiene una clara idea de qué hacer exactamente con esa gente que “hicimos”. ¿Qué hace pues uno, como padre, con los hijos? Ese Shylock difuso que es la paternidad sí que cobró su fianza: no una sino tres libras de carne tuya (para los que se aventuraron como yo, no una sino tres veces en la bravata) que ahora van por ahí, sembrando historias que no comparten del todo contigo. Un dios demiurgo, alfarero, tomó una costilla, o algún otro hueso inútil que no has echado en falta, y lo partió en tres trozos, los mezcló con barro primordial, pedrusco y ramitas, les insufló una vida que bien podría haber compartido contigo, pues nunca viene mal un poco más de vida a ciertas alturas de este viaje al que llamamos existir, y ahora, ya se dijo, van por ahí tejiendo risas, desplegando angustias, temores, teorías, fugaces alegrías, como el vendedor que exhibe paños ante la clientela, para mostrarles la calidad, los detalles del artesano, mientras esconde maliciosamente algún desliz, los siempre presentes defectos de fábrica. ¿Qué hacemos los hombres con los hijos? ¿Desde la inutilidad del no lactar, la opacidad de no ser el primer puerto de consuelo, desde nuestra falta aciaga de pechos suaves, de caderas anchas, de voces agudas para confortar, de oídos superhumanos para escuchar lamentos, quejas, suspiros que sólo una madre escucha? ¿Qué hacemos tan hombres y tan inútiles? Apenas no estorbar, no joderles la vida, no ser más idiotas que lo habitual, lo justo. No estorbar y no hacerles más violento un mundo que ya lo es bastante sin nuestra ayuda.
Esa noche, tras dejar la fiesta sin pastel, humillar a su esposa, confundir a sus niños, Don aparecerá por fin en la casa ya sin invitados, llegando sin una sola explicación, pero por fin con el pastel y, además, con un perro para su hija. Porque, ya se sabe, todo lo que necesita una niña, realmente, es un perro. Los perros te cuidan, te escuchan.