por Ía Navarro
Ahí anduvimos, tú con ese arrastre, ese pecho pegado a la necesidad de mis dedos, y mis dedos inflamados de repasar todas las veces esa misma cuita de tu costillar hendido. Se nos ocurrió dejar la puerta del hotel abierta, o se me ocurrió a mí, después de unos martinis lemongrass, bebidos con desesperación en algún bar de Hell’s Kitchen. La dejé así, por si a alguno le apeteciera atorarse en esa angostura, en ese vericueto de en las buenas y en malas, porque me hacía falta dejar que una locura, una que no fuera mortal, entrara por dónde le diera la gana. Grité y gemí tanto como pude, así de desesperada estaba; pero sólo conseguí que vinieran a callarnos, please.
Caminamos la ciudad de noche siempre, como yo sé caminar: con el ansia de recorrer en las calles el rostro de otra vida, y en ese momento yo quería tanto otra vida, que el rostro se nos hizo disforme y afásico. Tú simplemente me seguías. Lo que más recuerdo de todo es esa foto que te tomé, tú sentado en una silla de diseño danés, en medio del furor de una exhibición mueblera, tenías el rostro dócil y decepcionado, en el regazo la bolsa de amenidades a cuestas y en la mirada el hilo de un cavilo perdido. Se me cayó el alma al ver la instantánea en la pantalla de mi celular, tú en ese absurdo de libreros y bufeteras, arrastrado hasta el Jacob K. Javits por una mala versión de mí.