por Angélica Martínez Coronel
Sólo parecía un día más a las puertas del algún hotel mexicano cuyo nombre podría ser, por ejemplo, “Royalty”. Y, sin embargo, este día era neoyorkino en mi México; de tal forma que atendí profilácticamente a tratar de preservar intacto el cliché de pantalla grande: revisé que tuviera puesta mi gabardina, que llevara mi café en vaso desechable y que, justo al llegar a la orilla de una banqueta, existiera la posibilidad de silbarle a algún taxista que me llevara rápidamente al aeropuerto para buscar aquella corporeizada ilusión de “el amor de mi vida” parado en cualquier fila de la sala de partidas. Las departures.
Pero, en lo que trataba de huir del Royalty, un saxofonista urbano (porque es políticamente incorrecto decir “callejero”, pero nice decir “urbano”) interpretaba su propio New York quizá haciéndome notar, sin saberlo, que no sé silbar y que en México los taxistas te ignoran si les haces una seña de auto stop y, en cambio, si los ignoras porque no los necesitas, tocan el claxon frenéticamente para que les hagas caso y te subas. Si la reacción ante los contrarios funciona para mover todo, así como un “no” o una prohibición instigan las revoluciones de afirmación e ilegalidad, entonces, ignorando a los taxistas, aseguraba que mi transporte llegaría. Confront your enemies, avoid them when you can, diría Sting, el “Alien legalizado”.
Ahí seguía yo ante las puertas del hotel cuando se terminó mi café. No tiré el desechable porque terminaría de tirar mi escena de pantalla grande. El saxofonista, ahora más enfático y enrojecido por sus esfuerzos de sacar en cada uno de los escuchas al Sinatra que llevan dentro, se movía como palmera en ciclón. Yo no parecía tener posibilidad de conseguir abordar un taxi, por eso mismo recordé mis pies, and these vagabond shoes y regresé al hotel a resignarme y a tomar el ascensor: segundo piso hasta la terraza para llegar directo al bar y pedir un Manhattan. Hace bastante tiempo los modernistas demostraban cómo es posible ser europeo sin haber ido a Europa y hoy, desde muchos Royalties, sé que los mexicanos demostramos cómo somos gringos sin estar en Gringolandia; pero no sé por qué, es decir, no sé de qué clase de paliativo ideológico o cosmogónico se trata. Tiré mi vaso de café, ya qué, ya no había más: I don’t take coffee, I take Manhattan, dear…
Arriba, con el Manhattan en la mano, quise despertar en la ciudad que nunca duerme. Entonces, me acerqué a la barra que está empotrada a la orilla del edificio haciendo una especie de gran alféizar. Antes de acercarme creyendo que podría despertar en otro sitio, no me había percatado de que, perpendicular a la barra, había vidrios gruesos unidos con unas barras metálicas que prometían seguridad: “Seguridad, para los de abajo. Como si la hubiera”, pensé. Y justo al revisar por dónde habría un resquicio por el cual pudiera ver, antes del sueño, el Reino de la tierra —and find I’m queen of the hill—, encontré un reglamento que prohibía sentarse o pararse en la barra. Un muy buen amigo mío me dijo que en Latinoamérica la ley es una sugerencia; de modo que me quejé por tan aburrida “recomendación” y alguien dijo: “¿Por qué querría uno sentarse o pararse en la barra?”; cuando respondí que obviamente para llegar a otro lado, hubo un silencio incómodo interrumpido, relativamente rápido, por una cantante a la que ignoré.
Gentleness, sobriety are rare in this society, apenas si entendía aquel verso que escuché por primera vez a las ocho años, en cambio hoy éste es otro asunto para tomarse derecho y en serio. En mi último sorbo a la copa negociaba cuál sería el siguiente punto de partida este día en que fue necesario cambiar el guion. La cereza estaba en el fondo de la copa recordándome el corazón rojo que acompañaba las letras NY. I love New York… Other cities always make me sad… Except New York… I love New York. Me pregunto si Madonna acaso habría tenido esa sensación de no saber por qué ese logotipo la condicionaba a amar realmente a una ciudad o, al menos, a desear estar en ella, a poseerla. A mí me pasa. He estado condicionada a amar a Nueva York desde que me dieron mi playera I♥NY o, tal vez, desde antes; cuando en la televisión, de vez en cuando, la Estatua de la Libertad comía mis Ruffles favoritos: los de sabor hot-dog.
En fin. Me encontraba de nuevo en el borde y con una copa vacía. En la terraza del edificio vecino alguien se acercaba al barandal para sacudir un pañuelo. Una camioneta oscura se estacionaba casi debajo de donde él estaba. Pensé que sería un vigía dando instrucciones y el de la camioneta un ser importante que se bajaría a detener el tiempo y la actividad de todos en favor de sí mismo, de su popularidad internacional. Al “vigía” de pronto se le cayó el pañuelo y un hombre que bajó de la camioneta lo recogió. Luego bajaron otros cuatro con uniformes estilo conserje. Yo ya estaba cediendo a la paradoja-necedad de esperar lo inesperado: el gran robo del siglo, un disturbio de protesta, algo que llenara primeras planas y que luego fuera ‘serie basada en hechos reales’. Si por ver más de cerca esa escena me caía de la terraza del Royalty (o… si me caía), por ejemplo, no sería algo tan impactante ni tan sorprendente como si sólo, bellamente, me arriesgara a caer sentándome en la barra moviendo los pies pendularmente como si me los mojara con el aire. Olvidé el reglamento y, aunque no me subí a la barra, fueron a pedirme que me retirara de la orilla. Ya no vi a aquellos hombres del edificio de junto. No sé hasta qué punto la norma nos restringe para buscar libertad en la caída libre o en el intento de.
Luego de perder al personal del hotel, seguí (pese a todo y todos) parada junto al borde de la terraza y pensé en 1974, año en que parece ser que Philippe Petit, a diferencia de mí, probó que sí era posible sortear toda norma, incluso la de la física, para buscar la libertad en lo más alto; allá donde la ley entra en un conflicto serio: en sí, en el de cómo sancionar a quien arriesga su vida por fines estéticos, apoteósicos o de delirio adrenalínico. Cuándo y cómo el espacio etéreo entre la Torre Norte y la Torre Sur podrían considerarse sitio de dominio policiaco. Cómo y desde cuándo los bordes de los edificios o las barras en las terrazas son sitios sólo para voyeurismo y no aquellos soportes para tender la cuerda floja en paz. Petit no cometió crímenes pequeños sino los más bellos y sorprendentes de la historia de los edificios monumentales. Llegó al otro lado, caminando sobre una cuerda. Llegó aun cuando la multitud, a más de 400 metros bajo él, lo esperaba despedazado. Habría sido, en parte, ver la gota roja de Jackson Pollock entre las cuadrículas del Broadway Boogie Woogie de Piet Mondrian; el suicidio más bello o la falla más mediatizada del siglo XX. Y yo habría sido el extra en los diarios, some little town blues, mexicana que saltó todas las avenidas para llegar al otro lado, hasta la Quinta. Cantando en inglés macabrónico: If I can make it there, I’ll make it anywhereIt’s up to you, New York, New York.
Me atrapo la aventura