por Rolando Abúndez
A principios de enero de este año tuve la oportunidad de tomar un curso en Nueva York y gracias a la hospitalidad de mi primo Bernabé, a quien no veía desde hace veintitantos años, viví por dos semanas como neoyorkino. Todos los días viajé en las horas pico, dormí en Nueva Jersey, hice carpool en el auto de “Bernie” —así llaman a mi primo por acá—, al lado de su esposa e hijos, y a diario crucé el puente George Washington junto con otros miles de personas para ir a trabajar o estudiar. Mi familia temporal me dejaba en la estación 191 de la Ruta 1 del metro para entonces recorrer toda la línea hasta Bowling Green, justo donde uno se baja para tomar el ferry que conduce a Liberty Island, la mini isla donde se encuentra la Estatua de la Libertad. Yo tomaba clases en el número 25 de la calle Broadway, merito enfrente del “Charging Bull”, el Toro de Wall Street.
Aunque disfruté mucho del curso y de la ciudad, lo mejor de este viaje llegó un día antes de mi regreso a casa. Era sábado y la mañana fría; el reporte del clima en mi teléfono celular marcaba cero grados y el pronóstico indicaba que bajaría hasta menos tres para luego a medio día subir a nueve o diez y paulatinamente descender hasta tres por el resto del día y la noche. Mi intención era caminar por las calles de Manhattan hasta donde el frío me lo permitiera, tomar fotos de todo lo que llamara mi atención desde un punto de vista estético y luego desayunar-almorzar en uno de los cientos de restaurantes deli que pululan en todas las calles del Midtown y Downtown. Aprovecharía el ride con mi primo, quien trabaja los sábados en horario normal.
Salimos de Nueva Jersey con facilidad; el New Jersey Turnpike Boulevard en sábado por la mañana es totalmente distinto a la vorágine de autos que se incorporan de todas partes entre semana queriendo ganar tiempo antes de que el tráfico les haga llegar tarde. Cruzamos el puente Washington en la mitad del tiempo que toma en días hábiles y dado que estábamos en Nueva York a las 7:30 am y yo no encontraría nada abierto a esas horas ni el Midtown, ni el Downtown, mi primo me invitó a conocer su lugar de trabajo. Acepté la invitación con genuino interés y en 15 minutos nos encontrábamos en el Bronx, en la Webster Locksmith Company, una de las cerrajerías más grandes de Nueva York.
Bernie llegó a Nueva York hace veinte años y después de hacer de todo para sobrevivir, la vida lo llevó a convertirse en cerrajero, “a locksmith”. Confieso que cuando me comentó a qué se dedicaba no tenía la menor idea de lo que hacía, o por lo menos tenía una muy equivocada. En mi experiencia de vida, una cerrajería es un lugar casi siempre pequeñito donde principalmente se hacen duplicados de llaves, se venden llaveros, y las más grandes venden chapas y tienen más de un cerrajero. El cerrajero, por su parte, es el dueño del establecimiento, hace duplicados de llaves y cuando tiene que salvar a alguien que se quedó afuera de su casa o a quien se le quedaron las llaves del auto dentro de éste, cierra el local dejando un letrerito de cartulina con la leyenda: “Regreso en media hora”. De hecho, en la ciudad en la que vivo, hasta tenemos cerrajerías móviles; triciclos o camionetas estacionados en lugares estratégicos.
Después de tomarnos un café en el deli frente a la Webster Locksmith, entramos al local, que es muy parecido a una de las muchas ferreterías de la calle de Corregidora en el Centro de la Ciudad de México; un mostrador ancho y largo que hace una herradura, atrás del mostrador dos o tres empleados atienden y detrás de ellos las paredes llenas de artículos en exhibición. Al centro del local un mundo de exhibidores con todo lo relacionado a llaves, chapas, incluyendo las automotrices, y puertas cubren el vacío dejando apenas espacio para que los clientes se muevan a lo largo y ancho del mostrador. Bernie me presentó a su jefe, quien pensó que era un pariente más que se quería incorporar a la nómina de su compañía y ya estaba listo para darme el visto bueno cuando le comenté que estaba de visita y había venido a tomar un curso de creación literaria. Lo primero no le sorprendió, lo segundo lo desconcertó un poco. Nuestra conversación duró apenas unos minutos mientras me recomendaba visitar los lugares cercanos: el jardín botánico de Nueva York y el campus de la Fordham University.
Me despedí de mi primo mientras lo veía subir a la camioneta en la que se transporta para hacer su trabajo, una van blanca llena de rótulos que anuncian los servicios de la compañía y los teléfonos para solicitarlos. No, Bernie no tiene una cerrajería móvil, sólo es uno de los 40 cerrajeros junto con sus correspondientes 40 camionetas que tiene la Webster Locksmith para hacer trabajos de cerrajería en todo Nueva York. Dentro la enorme camioneta carga su herramienta, por supuesto llaves, chapas, bisagras para puertas y todo lo necesario para estar en el negocio de las llaves.
Mientras me dirigía hacia la esquina sin saber bien a bien qué hacer, pensé que sería una buena idea acompañarlo y pasar un día trabajando con él, mejor dicho, viéndolo trabajar. Rápidamente regresé al local y afortunadamente allí seguía, montado en su monstruo blanco (me pareció interesante y hasta simpático que una actividad en la que se trabaja con una cosa tan pequeña como una llave requiera de un vehículo de ocho cilindros) revisando las órdenes del día, con las ventanas cerradas y la calefacción a todo lo que da. Seguíamos a cero grados.
Le pregunté si podía acompañarlo y extrañado, pero amable me dijo que sí. En ese momento yo no tenía idea de que una jornada normal de trabajo para él se convertiría en uno de los días más interesantes de mi vida.
Desafortunadamente no tomé nota de las zonas en los que nos movimos ese día, pero todo aconteció en el Bronx y sus muchos variopintos barrios. La primera sorpresa fue lo difícil que resulta encontrar estacionamiento en Nueva York. No es que no lo supiera, muchas ciudades de México padecen el mismo problema, pero digamos que en México la vida es, flexible, el “viene-viene” salva muchos problemas y el “nomás un ratito” o “voy de rapidito” ayudan mucho. En Nueva York los estacionamientos y parquímetros son extremadamente caros, tanto que, según mi primo, a veces sale más barato pagar “el ticket” (la multa) que el parquímetro.
Nuestro primer servicio (me incluyo en la acción porque, aunque lo único que hice fue ver, nunca me quedé en la camioneta) fue en un edificio habitacional, bonito y cuidado para mis ojos, feo y pobre según la opinión de Bernie. Entramos por un vestíbulo de piso blanco, amplio y solitario; ni un alma se asomaba por allí a esas horas. Nos dirigimos al elevador y justo cuando las puertas se cerraban una mujer negra entró. Silencio. Nadie saludó, nadie sonrió. Fue como si ella no estuviera allí con nosotros y nosotros no existiéramos para ella. Nada extraño para los neoyorkinos, totalmente incómodo para mí.
Nos dirigimos al departamento que indicaba la orden de trabajo, Bernie tocó la puerta con fuerza, y después de unos segundos un hombre de unos 50 años apareció. En Nueva York nunca se sabe bien a bien el origen de las personas hasta que estas hablan. Este caballero de tez blanca, cabello cano, estatura media y un abdomen prominente resultó ser puertorriqueño, así que toda la interacción se dio en español. Los cerrajeros no necesitan saber los motivos por los que la gente decide cambiar las chapas, hacer duplicados, o cambiar la combinación de la llave, pero a los clientes les encanta hablar de ello. Después de una rápida explicación del trabajo que necesitaba y mientras Bernie hacía lo suyo, yo me dediqué a escuchar al boricua; era guardia en un hospital y estaba cambiando la combinación de la chapa porque su novia se había llevado todo, apenas le había dejado lo necesario para sobrevivir, una cama y algunas cosas más sin valor. “Se llevó la tele, hermano, me jodió la vieja”, dijo con voz quebraba. Repentinamente se metió al departamento y salió con dos fotos, una mujer distinta en cada una, me las mostró y me preguntó, “¿cuál te gusta más?, ¿cuál te parece más guapa?” La verdad es que ambas estaban muy lejos de mis gustos, y no sabiendo qué contestar, casi al azar, señalé con el dedo a una de ellas. “¡Esa, esa es la que se fue hermano!”, me dijo sorprendido de que hubiese “coincidido” con sus gustos. “Está guapa, ¿verdad?” E intentando ser amable asentí con la cabeza. Sonriendo, me confesó que andaba con las dos, pero que la otra no le gustaba tanto como la que lo había jodido. “Ay hermano, qué le vamos a hacer. Mujeres, mujeres.” A Bernie le tomó unos diez minutos cambiar el cilindro de la chapa, darle las nuevas llaves al cliente, probar que todo funcionara y cobrar 90 dólares por ello. Sí, eso cuesta en Nueva York pedir que el cerrajero vaya a tu casa y cambié el cilindro de la chapa y te entregue una llave nueva.
Salimos del edificio sonriendo, la anécdota daba para hablar mucho y a mí me encantó la forma en la que había iniciado la jornada. El siguiente servicio fue en una iglesia; todo muy ordinario y sin nada que valga la pena contar. Después nos trasladamos hacia una de las zonas bonitas del Bronx, entramos a otro edificio en el que pude apreciar la diferencia entre uno descuidado y otro con mejor mantenimiento y, digamos, de mayor nivel. Todo fue normal, vestíbulos vacíos, limpios, corredores amplios y mucho silencio. Estos edificios me dejaron una sensación de mucha soledad; en el trayecto de la entrada hasta el departamento que se ubicaba en un quinto piso no vimos, ni escuchamos a nadie. Bernie tocó la puerta con una fuerza que a mí me costaría trabajo replicar; no por falta de fuerza, sino por la exigencia explícita. Comenté esto con él y su respuesta fue “así tienes que tocar aquí”. Después de unos segundos la puerta se abrió, y nadie apareció detrás de ella. Esperamos un poco hasta que una voz femenina, cansada y profunda nos invitó a pasar. El departamento estaba oscuro, a mitad del cuarto una mujer negra, obesa y al parecer enferma estaba sentada. Sostenía un bastón de aluminio con su mano izquierda. No podría calcular su edad; su pelo apenas era canoso, unas profundas y oscuras ojeras la hacían parecer más vieja de lo que seguramente era, y unos lentes con mucho aumento me impedían ver sus ojos con claridad. Un olor penetrante y casi desagradable inundaba la atmósfera. Me tomó algunos segundos entender lo que veía. A espaldas de la mujer se apilaban tres estufas, una encima de la otra, al lado de éstas otra pila de tostadores se hacían de tripas corazón para no caerse. Detrás de esto, escondida entre basura, trastes sucios, volantes con propaganda de autoservicios, juguetes y objetos de lo más variado estaba una cocina integral. No lo podía creer, estaba en el departamento de una acumuladora, una de esas que aparecen en los programas de televisión, y yo estaba allí, en vivo y a todo color.
El trabajo que Bernie debería hacer, en teoría, era sencillo: cambio de chapa. Quitar una normal y poner en su lugar una de alta seguridad, de 400 dólares con código especial y encriptado con la que sólo el dueño está autorizado a sacar un duplicado, previa presentación de una tarjeta digital con los datos de la chapa. Todo esto para proteger montones de “basura”, electrodomésticos usados, muebles, sillas, ventiladores, todo empolvado y ropa, mucha ropa. Al entrar al departamento, un pasillo a mano izquierda —que supongo conducía a las habitaciones— estaba bloqueado por un cerro de ropa, idéntico a las enormes pilas de ropa “de paca” que se ven en los tianguis mexicanos. Era difícil concentrarse en algo, en el cuarto no había lugar para más nada.
Este cliente me permitió ver las habilidades de venta de mi primo, quien ofreció a nuestra amiga guarda-cositas cambiar las bisagras. La puerta se atascaba un poco y el reglamento de vivienda de Nueva York multa a quienes tengan en mal estado sus puertas. Es una cuestión de seguridad; todas las puertas deben cerrarse solas, como en los hoteles, para que en caso de incendio el fuego no se propague a otras viviendas. La mujer aceptó y lo que sería un cambio de chapa que ya había pagado en la tienda, terminó en un servicio de 600 dólares que la clienta alegremente pagó y, además, con una propina de 20 dólares para mi primo. Bernie recogió sus herramientas, guardó el dinero, nos despedimos y, al salir, un grito nos hizo regresar, “Hey, man, don’t forget your garbage”. Se refería a las bisagras viejas que habían quedado en el piso y que no hacían juego con la decoración del lugar.
Tuvimos otros cuatro o cinco servicios más, todos muy normales, uno de ellos fue interesante sólo por el hecho de que en Nueva York los edificios de hasta cinco pisos no están obligados a tener elevador. La caja de herramientas que mi primo carga debe de pesar entre 20 y 25 kilos, el equivalente a un garrafón de agua. La orden que atendimos fue en el quinto piso; una linda forma de ejercitarse sin ir al gimnasio.
Finalmente terminamos el día en casa de unos viejitos. Nos recibió un hombre negro y anciano, muy alto, de aproximadamente dos metros. Delgado, de cabello blanco y muy corto, pulcro, amable, sonriente y con control remoto: su esposa, a quien nunca vi, pero sí escuché. Nada de lo que aquel hombre nos dijo o hizo sucedió sin la autorización de ella. Tan pronto entramos a la casa, una voz chillante que venía de la habitación continua preguntó: “Who’s there, Charles?” “The locksmith, honey”, contestó Charles quien aprovechó para explicarnos lo que necesitaba. Bernie se puso manos a la obra y al primer golpecito en la puerta volvimos a escuchar la voz “Charles!!! What is happening? What’s the man doing?” Charles, con tono seco contestó, “Working, honey, the man’s working”. La mirada de aquel hombre se veía cansada, más que por la edad, había un semblante de tedio en todo su cuerpo. Imaginé su vida y la imaginé a ella: gorda y pequeñita, sentada frente a una enorme pantalla plana en un sillón reclinable, con lentes de fondo de botella, pelo escaso pero peinado a la afro para dar la sensación de volumen, un bastón en una mano y en la otra el control remoto de la pantalla y con cara de pocos amigos. Imaginé también todos los años que han estado casados, y la vi regañando a Charles, reprendiéndolo por no hacer las cosas como ella había dicho, vi en mi imaginación a aquel gigante domado por una mujer de apenas 1.55 metros. Un nuevo grito me sacó de mi ensoñación, “Are they done, Charles?” El hombre, con voz entre resignada y exasperada contestó “They’re almost done, honey”. Mi primo terminó el trabajo, dio el precio del mismo a Charles quien salió del cuarto a encontrarse con su mujer, pocos segundos después escuchamos los gritos, “What!!! Why are they charging so much? Bring that man!”, y entonces vimos a Charles, ahora sí con la actitud de hastío que supongo ha tenido que aguantar durante las últimas décadas sacando la cara por su amada esposa. Bernie entró al cuarto, escuché algunos gritos más y salimos del lugar. Ya en la camioneta le pregunté a mi primo “¿Todo bien?” Su respuesta fue un “sí” seco. Hubo una larga pausa, atardecía y aproveché el silencio para hacer un recuento del día; estaba fascinado con el empleo de mi primo. Entonces fue él quien preguntó si todo estaba bien, y yo con voz socarrona e imitando la voz de la esposa de Charles pregunté, “Where do we go now, Charles?”, ambos nos carcajeamos y nos dirigimos a la Webster Locksmith a dejar la camioneta, nos volvimos a quedar en silencio. Yo jugaba con la idea de regresar y pasar una semana entera acompañando al primo, mientras Bernie probablemente pensaba en la cena que nos estaría esperando en casa.
Siempre un placer leerte… sobre todo sobre algo ran común pero tan interesante como la vida cotidiana en otro lugar del mundo… gracias
Qué relato tan fluido, ligero e interesante. No podía dejar de leer. Me encantó
Muchas gracias estimado Rolando por este relato, me atrapó! espero sigas compartiendo este talento para describir la vida; me hiciste imaginar cada escena. Abrazos!!
Siempre se un placer leer lo o que escribes amigo me transportas con todas tus historias por favor no dejes de hacerlo me encantan felicidades
Qué buen relato, gracias 🙂
Un placer, Rolando. Disfruto mucho tu escritura. Qué buena idea, la de acompañar a tu primo. Yo no soy buen turista, siempre disfrute mas de los viajes cuando iba de trabajo, conociendo el lugar con los lugareños y en medio de sus faenas. Buen retrato. Me quedé con la curiosidad de saber si le habrías preguntado a Bernie el look de la conttoladora de Charlie, por averiguar si le habías atinado. Bet you didn’t.
Me encantó leerte, me hizo recordar todas esas tardes platicando de todo un poco de mil anegdotas, gracias por compartir.
Qué relato tan interesante. Me encanta tu forma de escribir, por un momento me traslade a New York, y pude conocer otros sitios.
Hasta imaginar el sonido de la voz chillona de la esposa de Charles, jaja!
Gracias, por compartir.
Siempre un placer leer tus relatos.
Cuando, volverás a tener presentación de libros?
Felicidades!
No es solo el hecho de leer, es la forma ingeniosa en la que utilizas lenguaje coloquial, expresiones e inclusive personajes con los convivimos y extrañamos cuando salimos de nuestra tierra. El modo en el que realzas nuestra manera única de vivir y esa comparativa qué haces me puede encantar! Tu manera de retratar cada personaje y cada escenario es de verdad un talento. Un verdadero placer leerte.