Historia de una metamorfosis

17 abril, 2020

por Noemí Martínez

Nací con una mancha en forma de lágrima pegada al rabillo del ojo. Supongo que al ser una cría producía la misma inquietud que ahora. Imagino a mi madre mitigando la curiosidad de la gente preguntona acerca de eso que ella misma cuestionó al médico que me recibió, cuya poética explicación convenció: “Es la marca de una lágrima en el vientre”. Años más tarde mi madre lamentaría muchísimo que pudiera perderla a causa de una caída en la que me fui de bruces, tallándome el lado derecho del rostro contra la acera. La relación más persistente que aún sostengo es con ese lunar.

El primer recuerdo consciente que tengo —calculo que ocurrió alrededor de los tres años— versa sobre un cuento que inventé para mis padres antes de dormir. Aunque no podría repetirlo, sé que el argumento de la historia era sencillo, los protagonistas eran un ojo y una oreja.   
De la primaria evoco el asombro con el que me descubrí rodeada de niños. Nuestros padres iban a dejarnos allí, donde pasábamos hasta seis horas de continuo, situación que me causaba zozobra. Al cabo de un par de años terminé por aceptar y normalizar la idea. La admiración se aferró a un nuevo hallazgo: la lectura. ¡Cómo era posible que pudiésemos traducir ese montón de letritas pegadas unas con otras! Me parecía alquimia. En torno también a la lectura engendré impresiones menos gratas. Viene a mi memoria la sensación de la sangre corriendo vertiginosamente hacia mi abdomen cada vez que la maestra me pedía continuar la lectura en voz alta. No es que no hubiese aprendido a leer, es sólo que me perturba hasta el horror sentirme expuesta.

Simultáneamente aprendí a escribir. Comencé a coleccionar palabras rimbombantes y frases cursis de películas domingueras, que después trasladaba a una especie de diario y a las insufribles cartas que elaboraba cada año para el niño dios —me acuerdo de haber ganado un certamen—. En ellas agradecía una y otra y otra y otra vez la oportunidad de continuar con vida. Ocurre que me enteré de que, siendo aún bebé, enfermé de gravedad. La fiebre no cedía. Ya internada, el médico de la clínica comunicó a mis padres que había convulsionado. La historia que cuenta mi madre incluye una dramática apostilla: “Es probable que, como consecuencia de la fiebre y las convulsiones, resulten afectadas alguna de sus capacidades motrices o incluso intelectuales”. —Y bueno, apreciado lector, eso es algo de lo que nunca podremos estar seguros. Si llegaras a notar en mi persona alteraciones de humor, comportamiento o memoria, ahora conoces el porqué—. Dicha hospitalización añadió a mi cuerpo nuevas marcas. Un par de cicatrices rectas de unos tres centímetros, mediante las que introdujeron unas sondas que canalizaron a mis venas —una en el tobillo y otra en la muñeca—, con el tiempo se han ido recorriendo, mas no desdibujando. Eran pues, el frecuente recordatorio que me llevaba a recapitular el milagro del que fui objeto en las oprobiosas misivas.

Mientras los días se sucedían lentamente, fui consciente de padecer una metamorfosis interna. Comencé a dirigir muestras de desavenencia hacia mis padres. Para entonces mi madre había abandonado toda idea de hacer las veces de estilista. Soy la mayor de tres hermanas, todas entendimos que peinarnos conllevaba habilidad y tiempo. Mi madre declaró no disponer de ninguno de ellos. Mis hermanas se resignaron y aceptaron usar una melena corta. Yo debía rebelarme, me rehusé terminantemente a portar el cabello estilo hongo. Me comprometí a peinarme diariamente y me permitieron conservar mi larga cabellera. Gasté cantidades ingentes de gel, aquanet y superpunk durante las horas que pasé frente al espejo peleando con el reflejo burlón que me regresaba la imagen de una cola de caballo imperfecta. En algún punto perdí la noción, veía más cabello en la coladera de la regadera que en mi propia cabeza. En palabras del rapabarbas mi cabello era “sí, muy largo, pero muy podrido”, al escucharlo me ruboricé y acepté el cambio de look.

Cursaba sexto año de primaria. Los adultos solían recomendarme que pusiera particular empeño en este grado. Para mí no fue distinto, sino hasta el día posterior al corte de cabello. Obtuve una nueva identidad. G fue mi compañera en 6to B. Era inteligente, divertida y la menor de cuatro hermanos. Todos asistían a la misma institución. Uno de sus hermanos cursaba secundaria. Ella, por supuesto, conocía a los alumnos de ese nivel educativo por el hermano. Los compinches estaban peculiarmente interesados en conocer a las niñas que ascenderían a su categoría el siguiente ciclo. M y B me detectaron esa mañana entre las filas de formación a la hora del sermón de la entrada. Pidieron respectivamente a G concertar una charla de la que yo fuera partícipe, una en el receso y otra a la salida. Durante unos meses M y B insistieron copiosamente en la propuesta —cabe mencionar que también fueron enemigos acérrimos—. Entre tanto, yo salía del anonimato. El dream team conformado por G y otras dos fabulosas chicas me incluía en sus conversaciones. Más tarde me invitaron a irnos de pinta durante una sesión para atravesar el pabellón de secundaria, completamos el resto de la clase trepadas en los inodoros de bachillerato. Conocí entonces la anatomía del cuerpo masculino, encontramos un par de revistas escondidas con una serie de fotos de caballeros impúdicos. Al parecer se hacía una cooperación entre varias estudiantes, adquirían el ejemplar y se turnaban los permisos al baño para observarlo con espíritu científico. Mis aventuras en aquella escuela terminaron al poco tiempo. Conservo en la memoria decenas de horas pernoctando frente al teléfono —aún alámbrico—, muchas risas y un insistente revolotear de mariposas en el estómago. Tengo la certeza de que ese corte de cabello dio la pauta a mi futuro en secundaria.

A los dieciséis años la metamorfosis continuaba. Mientras cursaba el bachillerato conocí a E, un chico simpático y apenas dos años mayor que yo. No me enamoré de él, pero me gustaba su seguridad. Mi padre observó algo en E que no le gustó. Me pidió poner fin a la relación. E no se resignó, un día lo esperó afuera de su trabajo para hablar y pedir su consentimiento. La apelación fue denegada. Encontramos la forma de vernos a escondidas, eso lo hacía mucho más emocionante.

A los pocos meses creí que había contraído anorexia. No dejaba de vomitar, paradójicamente mi ropa parecía encogerse. Era inexplicable cómo me había vuelto intolerante a esos deliciosos taquitos de hígado que eran mis favoritos. Podía comerlos placenteramente, pero no lograba almacenarlos más de media hora. Había comenzado a menstruar apenas un año atrás y mi periodo era irregular, de manera que ni siquiera sospeché estar encinta. En cambio, me autodiagnostiqué con depresión. No podía mantenerme despierta en clase de Física Elemental, el profesor me invitaba constantemente a retirarme del aula. Cuando no sentía sueño, me invadía una necesidad urgente de ingerir ipso facto una sicronizada de rajas. Era imposible posponer la imperiosa demanda, si la atendía un cuarto de hora después, no pasaban ni diez minutos cuando había que parar, donde quiera que eso sucediera, para devolver la ingesta. Mi olfato se fue agudizando. Mi vientre se abultó. Mi cuerpo cedió espacio a la voluntariosa pasajera que cursó conmigo tercer y cuarto semestre de la prepa. Entonces descubrimos que teníamos cuatro meses de embarazo y poco menos de dos para explicarlo. La noticia detonó cual bomba atómica. Prosiguieron un sinfín de cambios que trazaron largas líneas en mi piel, variaciones emocionales, de apetito, y una exigente necesidad de comer helado blanco de McDonald’s, además del intento voraz de dejar al planeta sin rastro de agua de horchata.

Algunos años después comprendí que todo fue necesario. Lo repetí dos veces más. Mi cuerpo dejó de ser sólo mío. Me convertí en un asidero. Recuerdo el pánico que tuve al nacer mi tercer hijo, creí que nunca podría volver a salir sola con ellos. Una madrugada desperté exclamando angustiada ¡Pero si sólo tengo dos brazos! Transmuté en chófer, en la señora de los permisos, en la mamá de, y de y también de. Al mismo tiempo ellos se convirtieron en una extensión mía en el mundo. Lejos de mi cuerpo yace mi nombre, confieso sin reparo que me hace una mujer profunda y profusamente feliz.

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