por Luis Boiler
First the body. No. First the place. No. First both.
Now either. Now the other. Sick of the either try the other.
Sick of it back sick of the either. So on. Somehow on.
Till sick of both.
Samuel Becket, Worstward Ho!
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En la edición de la última semana de enero de 1989 los editores de la revista Time le asignaban a Elle Macpherson, que en aquel entonces tenía 24 años, el simplista, pero efectivo sobrenombre de “el Cuerpo”. Eso es lo que cuenta la anécdota que ahora es pieza clave en cualquier semblanza publicada sobre la modelo australiana, pero hay un pequeño detalle: si usted busca esa edición de la revista con mayor circulación en el mundo esperando ver el porte imponente del metro con ochenta y dos centímetros de altura de Big Elle, su cabello castaño claro y la mirada invitante, retadora, de ojos del mismo tono haciéndole juego, con ese top de bikini de cierre frontal abierto de arriba a abajo apenas cubriendo esos otros atributos que apenas siete años atrás atrajeron la atención de los ejecutivos de una bebida dietética que la eligieron para un comercial que ahora es de culto allá en la gran tierra del sur (para que se pueda usted tal vez dar una idea, ese comercial tuvo en Australia el impacto masivo y generacional que cuatro años después tendría en México el comercial de Carta Blanca protagonizado por Mar Castro, la Chiquitibum, curiosamente, otro ejemplo) en fin, que si busca todo eso se va a llevar un fiasco porque con lo que se va topar es con George Bush padre y su sonrisa de recién jurado presidente de los Estados Unidos de América, político relevante seguramente, pero con muchos menos atractivos físicos que la nativa de Killara. Resulta que la ya mítica portada con Elle fue sólo publicada en Oceanía donde, ya se dijo, la figura de Elle ya robaba la atención, suspiros y portadas presidenciales.
La minucia sobre la verdadera portada de Time no le quita mérito alguno a Macpherson en la brutalmente competida arena de su profesión. El suyo es un camino labrado sesión fotográfica tras sesión fotográfica, desde aquel día de verano en que decidió que darle una oportunidad a ese juego del modelaje podría ayudarle a pagar los carísimos libros que necesitaba en carrera de leyes en la Universidad de Sidney, a la que ya nunca regresó debido al éxito de lo que creyó sería un trabajo vacacional. Después de todo, nadie olvida que Elle ostenta el récord del mayor número de portadas en la edición de bikinis de la revista Sports Ilustrated, con cinco apariciones en la publicación. Aunque (lo siento, no puedo evitarlo) el dato de ese récord también se pone truculento si consideramos que discretamente Kate Upton le arrebata el podio por meros tecnicismos 30 años después. Con tan solo tres portadas “formales” en 2012, 2013 y 2017, Kate se roba la corona cuando le agregamos la portada interna de 2014 y las dos portadas variantes de 2017.
Para una mujer cuya marca principal (The Body) parece reducirla a meramente sus atributos físicos, el cerebro de Elle Macpherson le ha generado más ganancias de lo que sus envidiables medidas corporales por sí solas le hubiera podido dar. Entre sus ingresos por el modelaje (que a sus 56 todavía ejerce con cierta frecuencia y por honorarios mayores a los que cobraba cuando se retiró de las pasarelas), shows televisivos, cosméticos y líneas de ropa, entre estas últimas su exitosa marca de lencería (llamada, adivinó, The Body), diversos medios estiman que su fortuna sobrepasa los 95 millones de dólares.
Así, sin mayores dramas ni tragedias, Elle Macpherson ha “soportado” por más de 30 años el “estigma” de ser conocida y reconocida esencialmente (si no es que únicamente) por su cuerpo.
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El año en que nací también vio nacer, a cinco mil millas de distancia, a la primera bebé concebida en probeta. Ella y yo, compartimos edad y nombre (ella con su anglo y femenino Louise, yo con la versión hispana y masculina), y vamos sin mayor alarde por el mundo, ella como un verdadero milagro de la ciencia, yo como producto de una precisa planeación o una falla del método Billings. Pero, cuando veo fotos suyas en Internet, lo que pienso, entre mil y otras cuestiones más relevantes que su mera existencia pudiera provocar en mí, es lo siguiente: seguro que también le duelen la espalda o las rodillas. Porque las personas que, como yo, en esta carrera que es la vida hemos cruzado ya con mayor o menor dignidad esa línea imaginaria de los cuarenta años, llegamos a un punto en el que el cuerpo, si no se le padece, al menos mantiene constantes armisticios con quien lo habita. Durante los últimos lustros me he venido recitando a modo de mantra personal, lo que solía ser el chiste de un amigo: “Después de los 30, si no te duele algo es porque estás muerto”. Y eso que parece un chiste parece tener su trasfondo científico. A finales de 2019, un equipo de científicos de la Commonwealth Scientific and Industrial Research Organisation, la agencia nacional de investigación científica de Australia, publicaron los resultados de un estudio basado en evidencia clínica y análisis genético de la población humana actual que concluía que los cuerpos de las mujeres y hombres contemporáneos están biológicamente diseñados para durar, en promedio, 38 años. La cifra pega: 38 años, apenas diferente de los 37.8 años que en promedio vivieron nuestros extintos primos genéticos: los neandertales y los denisovans. Pero justo esos primos menos afortunados no tenían acceso a los avances científicos y a la calidad de vida que actualmente extiende la caducidad programada de nuestros cuerpos a casi el doble de tiempo. Un par de cientos de miles de años bastaron para extender nuestro horizonte vital. El doble de tiempo disponible, vencemos al medio y a la genética, expandimos las posibilidades de creación y de conquista. Yo, por ejemplo, ya llegué a la Arena Legendaria en Clash Royal, completé 1,235 niveles en Candy Crush Soda y soy entrenador nivel 27 en Pokemon Go.
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Ahora es 2006. Han pasado 17 años desde la aparición de Elle Macpherson en la portada de Time (en la de Australia). En ese tiempo ella ha sabido capitalizar el nombre usándolo en su propia línea de cosméticos, en una línea de lencería con su nombre, y firmando decenas de contratos de modelaje. De repente, lo impensable, una modelo alemana radicada en Nueva York de nombre Heidi Klum, nueve años más joven que Elle pero que para entonces ya tenía una fama consolidada a punta de pasarelas y portadas en revistas de moda, estaba atrayendo aún más atención al protagonizar la campaña para el nuevo brassiere de Victoria’s Secret llamado, según decía a la cámara, en honor a ella: The Body.
Si bien ni la ONU ni la OTAN tuvieron que intervenir en el asunto, varios medios de entretenimiento se dieron vuelo con el chisme. Desde el inicio de su carrera, Heidi parecía seguir cada paso de Elle: su propia portada en Sports Illustrated, su incursión en el mundo de la lencería, hacerse de un nombre en las pasarelas, aunque su cuerpo (como el de Elle) eran demasiado curvilíneos para el estándar de la industria (whatever that means), Elle apareció en Friends, Heidi lo hizo en Spin City y luego en How I met your mother, para redondear. Todo eso inocentes “tributos”, hasta que decidió lanzarse sobre EL nombre. La compañía de relaciones públicas de Elle estaba escandalizada, pero la supermodelo minimizó el asunto y bromeó diciendo que si Heidi quería tanto el nombre, se lo podía quedar (algunas versiones indican que quien aconsejó a Elle en tal gesto de nobleza fue el propio Dalai Lama. Y todavía hay gente que piensa que la película de Zoolander es exagerada). En la cuestión no ayudó mucho que algunos años más tarde, Macpherson rompiera una relación de negocios de más de 25 años con el grupo Bendon, de Nueva Zelanda, con quiénes había creado la línea de ropa interior que le trajo a Elle mayor fama, contactos y no poco dinero. La multinacional, dueña de diversas marcas de lencería, no tardó en anunciar que la nueva cara de su imperio de ropa interior no era otra más que Heidi Klum cuyo nombre, y el no tan incómodo sobrenombre, siguen ahí arriba hasta el día de hoy.
Rostro omnipresente en la nueva oleada de reality shows sobre moda, directora creativa en una línea de lencería mundial con valor de mercado de más de 150 millones dólares, y una fortuna muy cercana a la de Elle, ser reducida a un cuerpo tampoco parece afectarle mucho a la hija consentida de Bergisch Gladbach.
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Amigos de mi edad han pasado los últimos 25 años de su vida haciendo cima en montañas nacionales y extranjeras, ascendiendo por paredes de roca con una facilidad que yo apenas exhibo para otras cosas, como, digamos, abrir una caja de galletas o una botella de vino sin romper el corcho. Otras de mis amistades comenzaron a practicar, ya en sus cuarentas, disciplinas “sencillas” como la gimnasia olímpica, o el bikram yoga o el ashtanga. Ni siquiera quiero empezar a mencionar a los que han caído en el culto ese que llaman CrossFit, aunque algunos otros cayeron en otro culto que abjura de la revolución industrial y pasa de cualquier medio de transporte que involucre combustiones internas distintas a las de su cuerpo quemando calorías montados en una máquina suicida sostenida apenas en dos ruedas impulsadas a punta de pedal. Todos ellos parecen haber entrado a la segunda mitad de su vida —si ponemos la estadística demográfica de su lado— con la convicción, consciente o no, de no “perder terreno”. No cederle ni una pulgada de dignidad a ese malentendido enemigo que creen ver en su edad. En cada kilómetro al trote, en cada plancha de más de dos minutos, en cada ángulo de ascenso, en cada vrikshasana, en cada pedaleo, en cada burpee, se ven quizás ganar una casilla en el tablero cuadriculado de los años y las metas.
¿Yo? Trato de que el cuenta-pasos de mi celular marque 15 mil pasos al día, o 10 mil, o ya al menos 5 mil en un mal día… caray, que no se quede en una cifra cercana al cero. Intento mantener el número de tacos en mi plato en cifras de un dígito, pero siempre pares. Ingiero los medicamentos que ya me corresponden, distribuyo el alcohol entre un punto intermedio entre Ben Sanderson y el Ayatollah. No acumulo kilos, sino concesiones, no quemo calorías, sino naves que puedan llevarme a los puertos de la vigorexia. No me interesa ya el lejano sueño de adolescencia de presumir un abdomen marcado, ni ganar el master en los Crossfit Games, o el seniors en Mexican Ninja Warriors. Mi relación con mis aspectos corporales si bien mantiene cierta conciencia de la salud y la higiene, ha abandonado del todo (¡Ja! Como si alguna vez los hubiera tenido) cualquier aspiración del catálogo desplegado por años por Men’s Health, GQ y TVNotas. Porque como en cualquier noviazgo o relación afectiva, el pasar de los años cincela, suaviza, pule, limpia, fija y da esplendor. Y yo estoy aún en un noviazgo de 20 años, y mantengo un matrimonio de 15 (con la misma persona, para evitar malintencionadas confusiones). Pero con mi cuerpo mantengo un amasiato aún más prolongado, con todas las implicaciones carnales y emocionales que el término conlleva. Un concubinato de más de 40 años, que ameritaría que creara uno de esos perfiles falsos en Facebook tan sólo para poder cambiar mi estatus público para que dijera: “Luis está en una relación con Su Cuerpo”.
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Con un inicio aun más temprano que el de Klum y Macpherson y casi diez años más joven que Klum, Gisele Bündchen encontró, a los 14 años, en el modelaje la salida a una vida de bullying escolar que sólo un año antes ya la había llevado a un punto en el que los pensamientos suicidas eran una cosa común para ella. Si bien el cambio entre los salones de su preparatoria en Brasil a los estudios de sesiones fotográficas no la alejó del todo de las críticas a su físico (tu nariz es muy grande, tus ojos muy pequeños, tus senos muy grandes), al menos le dio un entorno más llevadero en el cual fortalecer su carácter antes de mudarse a los 17 años a Nueva York en donde poco a poco se fue haciendo de una carrera que hasta la fecha da de qué hablar. Ahí, en la gran manzana, Alexander McQueen la seleccionó para ser parte de las modelos en una de sus pasarelas y, en el último momento, le indicó que tendría que salir a desfilar con una falda, y nada más. El resto de su atuendo sería un body-paint enteramente blanco sobre su torso y generoso busto, y un exagerado maquillaje sobre su rostro. Cuando al fin la convencieron para salir y realizar su breve caminata, Gisele comenzó a llorar, corriendo la pesada capa de maquillaje que pusieron sobre sus ojos, dejando un marcado rastro negro sobre sus mejillas que de inmediato captó la atención de la prensa especializada que acudió al evento de moda del año. Fue tal la impresión que causó en esa ocasión, cuenta la propia Gisele, que la industria decidió darle un nombre. Adivinó: “el Cuerpo” (que, valga decirlo, era mucho más afortunado que el otro que le había dado McQueen: “The Boobs from Brazil”.)
¿Arribismo? ¿Necesidad de atención de una modelo joven? Aquí tendríamos que tomar en cuenta que ese desfile de modas se llevó a cabo en 1998, ocho años antes de que Victoria’s Secret ayudara a Heidi Klum en su campaña por quitarle el nombre a Elle Macpherson.
Tristemente la fama de Gisele, más que estar ligada a la super simplificación de su persona a tan sólo su cuerpo, ha estado más ligada a la aparente mayor fama de sus parejas: la primera de las superexpuestas fanciullas de Leonardo DiCaprio, y la amada y odiada a partes iguales consorte del rey de la NFL, Tom Brady, su forzado papel de esposa trofeo hace poco por minimizar su apabullante habilidad para firmar los contratos más caros de la industria. Sin la diversificación de empresas de sus colegas con las que comparte (con no poca controversia) el cosificante título, sin una excesiva exposición televisiva, sin dramas corporativos, la fortuna de Gisele es más del doble que la de su marido con todo y sus seis anillos de Super Tazón, amasando una impresionante cifra de más de $400 millones de dólares.
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Le hacemos cosas horribles a nuestros cuerpos. O, mejor dicho, alejándome del cobijo del plural: es horroroso el trato que le ha dado a mi cuerpo en las pasadas cuatro décadas. Y no sólo por los excesos habituales del moderno hombre occidental promedio: mala alimentación, pobre actividad física, exposición por placer o por deber a diversas toxinas, etc. En mi caso, por causalidad profesional, lo he sometido a cambios de presión, latitud y horario, que la media de los mortales jamás habrá de padecer. Lo llevo de punta a punta del planeta con expectativas de funcionalidad que ya lo rebasan. A punta de jet-lags sucesivos lo convenzo en plazos de menos de tres semanas de que su hora de dormir y de despertar se han desplazado dos, siete, catorce horas. Apenas se acostumbra a un nuevo patrón de sueño, lo regreso al punto de partida, y juego a que pretenda que aquí no ha pasado nada. No hablemos de la dieta por favor, de la actividad física, del apropiado balance entre trabajo y descanso, por favor no hablemos de eso, que mi falta de pudor y mi exceso de cinismo no llegan a tanto.
A los veinte años no hablas con tu cuerpo: es apenas una cosa que se limita a estar ahí cuando lo necesitas. Y justo el asunto está en que lo necesitas siempre, a toda hora, en todo momento, porque la temprana juventud no sabe de pausas, ni de consecuencias ni mesuras. En los cuarenta tienes conversaciones con tu cuerpo a todas horas. Y no son conversaciones silentes, filosóficas, telepáticas. Son conversaciones sonoras: rodillas crujiendo (literalmente) y hombros lamentándose (figuradamente), músculos que no sabías que tenías hacen acto de presencia en tu atención (y no de la mejor manera) mientras que órganos que habían disfrutado de un bajo perfil ahora prefieren el reflector que sólo el ultrasonido, las radiografías y las resonancias magnéticas les pueden dar. Es un cambio de protagonismos. Ahora te toca a ti estar para tu cuerpo, responder cuando haga falta, no fallarle, ser consecuente. La aburrición en porciones individuales, el buen sentido en dosis diarias de 500 miligramos, gárgaras por la noche, siete horas de sueño, cepillado dental dos veces al día.
Se entiende al fin que la tenencia del cuerpo es intrínseca a la duración de la vida. Cuidar el vehículo es prolongar la duración del viaje. El cuerpo es un envase, uno funcional, la herramienta máxima, un conjunto de engranajes, bandas, resortes, armazones, bujías. Un preciso cableado que transmite de punta a punta los precisos algoritmos que nuestra voluntad dicta, muchas veces por capricho, otras tanta por un frágil, ilusorio sentido del propósito. Como toda máquina que funciona bien, la damos por sentada. Y he llegado a esta página, pasada la mitad del libro, en la que no quiero dar por sentada a esa magnífica maquinaria. Porque este cuerpo, con sus mañas y sus redondeces, con sus longitudes y sus laxitudes, representa aún mi total y único canal de comunicación con el mundo: yo, un completo declarado adicto a los sabores, las texturas y las sensaciones. He dejado atrás un par de dolencias, y otras me las he traído conmigo y las voy a cargar de aquí al sepulcro. Salir de una parálisis facial me enfrentó ligera y tempranamente al pasmo que te da el entender que tu cuerpo no va a responder siempre de la forma en que estás acostumbrado. Una vejez sin vista, sin oído, sin la capacidad de entregarme a sabores y placeres, me asusta más que el infierno ese tan temido, que de tan metafísico, teológico y mítico no puedo más que reírme. Pero una vejez anticipada de dolencias y carencias, un lento transitar por el último trecho en una grisura de sensaciones, me acongoja y me motiva, si no a la mesura que requiero, sí a una dosificación cauta del exceso. Burlados los 38 años que la genética nos ha dado y con paso firme hacia esos nunca suficientes 75 años que la expectativa de vida de mi país me ofrece en regateo, entiendo más que nunca antes que no soy sólo mi cuerpo, pero para la legión que me habita, para es cúmulo de intenciones y de desviaciones que inflama el paso, para eso que hace yo, El Cuerpo es la clave para continuar el viaje, sumando décadas en necedad risueña.
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Emily Ratajkowksy, modelo norteamericana de 28 años que triunfa actualmente en ese campo de batalla de la fama que ahora es Instagram, recibió hace meses una oleada de comentarios negativos de los ya tan habituales trolls de Internet por una fotografía suya cuyo ángulo hacía que su ya de por sí llamativo busto acusara dimensiones de aún mayor volumen. Para acallar a los comentadores, al parecer más versados en el cuerpo de una persona que la propia persona que expone su cuerpo a la vista del mundo, publicó una foto suya a los 14 años, para demostrarles a los haters que sus curvas siempre han estado ahí y nunca han sido producto del Photoshop o la cirugía. Para muchos de sus seguidores el exabrupto digital fue, no sólo innecesario, sino hasta incómodo. Unas cuantas horas después, arrepentida de su reacción, Emily, intensamente activa en movimientos feministas en California y Nueva York, con carrera trunca en artes en la UCLA y, cuenta la leyenda, una de las modelos con mayor bagaje cultural en la industria (famosas son ya las historias de distintos diseñadores, periodistas y otras modelos, sobre diversos eventos en los que Ratajkowsky domina la conversación en cada mesa con apasionados comentarios sobre Jonathan Franzen, Siri Hustvedt, Slavoj Žižek, Gombrowicz, Nadezha Mandelstan o el Bhagavad Gita) no borró la fotografía de su perfil en la red social pero sí cambió el texto que la acompañaba por un par reflexiones sobre la relación que siempre había tenido con su cuerpo, y con la visión que los demás tenían sobre el mismo. Remataba diciendo: “desearía que el mundo hubiera alentado a la yo de 14 años a ser algo más que sólo mi cuerpo”. Y en eso, inconscientemente tal vez, se separa de esas otras tres modelos, con mayor fama y fortuna que ella, que decidieron seguir el rumbo contrario y dejaron que el mundo las alentara a ser ellas a partir de, por, para y sólo su cuerpo. Porque al cuerpo, después de cierta edad, se le padece, se le soporta mediante constantes armisticios, y si ligamos nuestro esencia, valía y sentido al mismo, establecer una justa distancia entre lo que nos contiene y lo que nos define, no sólo es difícil sino una deprimente ruta con destino final hacia el hastío.