Rutinas de auto-cuidado y soledad

15 abril, 2020

por Andrea A. Carrasco

Esta mañana, al llegar a casa, el refrigerador estaba vacío. He pensando en tantas cosas que olvidé hacer las compras de la semana. Había apenas un chorro de leche en uno de los cartones, y quedaba un solo huevo —el más pequeño, el que siempre dudo en tomar y regreso a un lugar distinto del empaque—. Las primeras luces del sol comenzaban a asomarse delicadamente por la orilla de mi ventana. Se resbalaban suavemente sobre la barra de la cocina hasta caer por el suelo, obligándome a bajar la mirada para seguirlas. Ahí debajo, encontré una manzana tirada en uno de los rincones. Parecía haber rodado un poco desde el frutero hasta caer violentamente contra el suelo. Tenía una hendidura en uno de sus lados, una pequeña porción marrón ablandada por el golpe, que supuraba noblemente el jugo de la manzana. Tomé un cuchillo y en un intento por cortar ese desagradable cacho, sentí claramente el filo de la navaja rozando por la yema de mi dedo. Fue ese breve instante el que me obligó a abrir los ojos. Mis ojos que se encontraban aún agotados por las luces destellantes de la ciudad.

Pero antes de que amaneciera, mucho antes de toparme con esa manzana y de descubrir mi incapacidad para abastecer mi alacena, elegí un par de jeans y una sudadera, me puse los tenis de siempre y tomé las llaves del automóvil. Luego de salir por la puerta de mi habitación, seguí escuchando el eco de la televisión y sus noticias a mi espalda, y con un breve gesto de molestia y pereza, regresé mi cuerpo dentro del cuarto y tomé el control remoto. Me disponía a apagar la televisión, pero decidí escuchar un poco más. Prestar un poco más de atención a las frases bombardeantes de esa madrugada. La voz de la reportera pronunciaba con monotonía pares y pares de cifras que aparecían, una tras otra, sobre un mapa seco y gris, con grandes números blancos que indicaban porcentajes. Al terminar su recital de números, la mujer —con el rostro que miraba directo a la pantalla, y yo que la miraba a ella— con el ceño fruncido, y un cambio perceptible en su voz, continuó: “estos números se basan en datos periódicos de la Universidad Johns Hopkins y puede que no reflejen la información más actualizada de cada país”.

Con el suspiro de costumbre, presioné el botón de apagado y revisé que las llaves del automóvil estuvieran en mi bolsillo. Bajé las escaleras y mi gato bajó conmigo. Como es habitual, comenzó a ronronear y restregar su cuerpo contra mis piernas, y entonces me agaché para acariciarlo un poco. Brusca y rápidamente, el gato se tumbó contra el suelo y me mostró su panza, detuve las caricias y fijé la mirada sobre mi mano. Deslicé mis ojos sobre las líneas de mi palma, recorrí mis dedos y me dirigí al baño para lavar mis manos. Sequé el agua con una toalla desechable de papel y noté cómo mi piel comenzaba a adquirir esa sensación de resequedad que se había vuelto tan común desde hacía unas semanas. Pero antes de que esto sucediera, antes de esta madrugada en que mi gato detuviera mi andar directo hacia la puerta, yo me encontraba sentada en la cama con la cara entre las palmas. Mi respiración apresurada, un poco indecisa —más bien lastimada— marcaba la hora.

También era de madrugada e, igualmente, la televisión estaba encendida. El canal de noticieros de esa noche era distinto. La voz de un hombre de edad madura se colaba entre las paredes frías de mi habitación. Mientras tanto, yo me negaba a mirar su rostro porque me importaba más deslizar las puntas de mis dedos por detrás de mi nuca, entre mis cabellos. “El mapa que incluimos aquí —que se actualiza hasta tres veces por día— le permitirá mantenerse informado de cuántos son los infectados y muertos por el virus, y en qué países se encuentran”. El peso de mi cabeza se aligeraba hasta terminar sintiéndose como un saco de semillas, o relleno de algo pequeño y fino, ajeno a mi cuerpo, que no descendía de mi cuello ni se sostenía por mis antebrazos. Revisé la hora y había dejado de ser la 01:26 am. Supe que en cualquier momento sonaría cuando sentí vibrar la alarma de mi celular, a un costado mío. Deslicé mi dedo por la pantalla, 02:18 am, desactivé la notificación, me levanté y partí de casa.

Al salir por la puerta, me pesó el silencio de la cuadra. Observé con impaciencia la luz parpadeante del faro que hay a un costado de mi casa, en la acera contraria. Su terco destellar agravaba en mí esa constante sensación de fraude, tan pesada aquella noche. Abrí el coche, me metí en él y me dejé sentar con un aire de enfado. Giré la cabeza hacia todos lados, ubiqué un gel antibacterial sobre el asiento del copiloto, una envoltura vacía de aspirinas sobre el tablero y una pequeña tableta de chocolate amargo en el hueco del portavasos. Prendí el motor del vehículo, desenvolví el chocolate y antes de tomarlo con los dedos, me regalé un momento para analizar mi falta de apetito y la calidez del interior del carro. Recargué la barbilla contra mi hombro izquierdo, tomé un respiro y noté que una de mis piernas se sacudía apresuradamente. Observé la puerta cerrada de mi casa y tomé el chocolate, lo mastiqué lentamente mientras no dejaba de mirar la puerta. Me tragué la mezcla del chocolate y mi saliva, y avancé. Comencé a relajar mi cuerpo y mis manos se deslizaban infantilmente sobre la circunferencia del volante. Salí de la cuadrícula de mi colonia hacia una de las avenidas principales.

Desde la ventana del carro, lo veía absolutamente todo. Miré la calle desierta, las luces encendidas y agudas sobre el pavimento. Me reí un poco de los semáforos que funcionaban para nadie. La comodidad de mi espalda contra el asiento comenzó a ser notoria. Dejé caer mis hombros con ligereza y descuido, y comencé a sonreír vagamente. Manejaba lenta pero continuamente. Comencé a cambiar las velocidades de manera inconsciente, con un flujo natural de mis manos sobre la palanca, hasta que un choque de luces me arrancó del vínculo que había iniciado calles atrás. La patrulla desfiló lentamente al lado mío, abanderada con sus luces bicolor, pero envuelta en el silencio de una sirena que nunca cantó. Al coincidir en uno de los semáforos, giré mi cabeza discretamente en dirección a ella, y observé a dos oficiales en su interior, un hombre y una mujer —jóvenes, muy jóvenes ambos— charlar con gestos desinteresados. La mujer, que era quien conducía, bailaba sus dedos sobre el borde del volante, y el hombre, con un vaso de café barato de alguna tienda de autoservicio en manos, balanceaba débilmente la cabeza de un lado a otro.

Los minutos que haya durado esa luz roja, consolidaron una escena eterna. Una de mis manos continuaba sobre el volante y lo apretaba con firmeza y lentitud, mientras que con mi otra mano buscaba el chocolate extra que había guardado en el bolsillo de mi sudadera. Lo desenvolví con el cuidado de alguien que inyecta por primera vez, y lo comencé a masticar solemnemente mientras seguía observando hacia la misma dirección, abstraída en la sensación de saberme contenida en un interior, notando un calor cada vez más pesado que me obligó a creer que, quizá, la sudadera había sido demasiado. De repente, una serie de golpes secos y breves me sorprendieron y, sobresaltada, bajé la ventanilla del carro. Los oficiales me brindaron un saludo con una voz que cuestionaba mi presencia a esas horas. “Creí que era de conocimiento general que la población debe permanecer resguardada, incluso durante estas horas de la noche, señorita”. Clarifiqué mi garganta y sonreí débilmente. Postré ambas manos sobre el volante y lo apreté nerviosamente. “Contésteme un par de cosas, nada serio, cosas de rutina”. De un momento a otro, me reinventé a mí misma camino hacia el aeropuerto, apresurada y nerviosa, porque mi esposo estaría esperándome para recogerlo. Finalmente regresaba a casa luego de un viaje que no pudo cancelar. Sometimientos laborales, ustedes lo saben oficiales.

Después de justificar falsamente mis necesidades más ilógicas, regresé a casa con una sensación de pesadez. En uno de los tramos de la avenida, se erguía una pantalla enorme de luces led que advertía de los riesgos cotidianos. Estornudar, saludar de mano, reutilizar el cubrebocas. Había partes específicas de mí que temblaban al leer cada una de esas palabras. Pensaba que era ilógico atemorizarse de esa manera con letras, con frases, con ideas. Pensaba en la vulnerabilidad de mi piel, reseca de palabras y agua. Comenzaba a amanecer cuando estacioné el carro frente a la casa. Apenas había una luz celeste sobre el horizonte de la ciudad, y el eco del silencio era tan insoportable sobre mí. Por ese entonces, decidí repetir esos pequeños viajes cada madrugada.

Luego de tres, cuatro, diez o dieciocho paseos en carro, la madrugada iba limitando sus regalos para mí. Mi cuerpo comenzaba a habituarse al movimiento y terminé por creer que no avanzaba. Que las manos que sujetaban el volante, eran palancas inmóviles apoyadas de un borde. El sonido de la puerta del carro al cerrarse, comenzaba a sonar como el estruendo de un par de platillos de un jazz improvisado, que poco a poco se hicieron inaudibles. La mañana en que tomé dos de los tres huevos restantes de mi refrigerador, derramé el vaso de leche sobre la barra luego de recibir atrasado, después de cuatro horas, el sonido de los platillos del jazz. Todo en medio de mi cocina desierta. La madrugada de ese día, decidí que sería el último intento de este escape. Fue la noche en que la reportera de la televisión mencionaba el nombre de una universidad importante, y declamaba pesadamente los porcentajes de la pantalla. Antes de salir de mi habitación, de tomar las llaves de mi auto o de decidir escuchar su voz durante otro rato, lamí la herida de mi dedo. Mi gato se abalanzó contra mis piernas y maulló. Recordé la sensación del corte, y cómo el picor del metal contra mi piel me había evocado la llegada de la mañana.

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