por Burky Thompson
I
Los primeros años de escuela yo era un conjunto de sistemas confundidos: mi postura era preocupante y era ambidiestro. Lo primero se corregía con un chaleco durísimo de acero que me obligaba a permanecer recto, se parecía mucho al de mi madre, ella había sufrido una operación en la columna por una hernia de disco que hizo sufrir a mi familia por poco más de una década, yo sentía un pesar horrible por ella y pensaba que si yo usaba también mi horrible chaleco, a ella le dolería menos. Me daba vergüenza aceptar que las niñas que me gustaban me encontraban poco interesante o incluso monstruoso con él puesto, se notaba entre mi playera como dos protuberancias. Ese fue, recuerdo bien, mi primer contacto penoso con la tristeza. La pena es uno de los acercamientos más genuinos a ella, incluso como sociedad dejamos un espacio para esa reflexión, dice Dave Chappelle que todo mundo te hace saber cuando eres guapo, pero si eres feo, nigga you have to find that shit out by yourself. Al menos conmigo éste contacto se dio en secreto y casi como con la soledad, resultó en una relación estrecha con mi entorno que dolía escondido en el estómago y en la cabeza. Si ese chaleco no podía ser discreto, mi dolor sí lo era: los doctores le decían a los adultos que mi mamá no volvería a caminar y aunque sí lo hizo, pareciera que la preocupación de que no lo consiguiera, jamás se iría de mí; los niños lo escuchan todo pero nadie les explica y gradualmente el dolor es solo falta de entendimiento. Tuve miedo de la muerte de mi madre hasta hace casi cuatro años, cuando ya estaba algo grande como para perderla demasiado joven y aunque sigo con miedo, ya nunca es el mismo. Durante ese periodo escribí un cuento que me hizo abandonar casi por completo el sentimiento flébil, no podía hablar de ella porque se me llenaban los ojos de lágrimas, lo titulé ‘Clínica del dolor’, y no sé si algún día lo vaya a publicar pero en él aparezco con otros cuerpos y otros nombres, mis personajes son Errol, Diurna y una hoja de papel que nadie consigue leer. Ese cuento fue un producto indirecto de un taller de poesía que tomé previamente en el CIELA con Saúl Ibargoyen. Soy muy escéptico con los talleres y la convivencia literarios, prefiero mantenerme alejado del gremio, es al único taller al que he asistido en mi vida y fui porque duraba solo tres días, no creo volver a hacerlo. En él hicimos un ejercicio que me gustó mucho, nos habló de cierta provincia quechua en la cual el chamán, a la hora de recibir en el parto a los niños, les ponía un nombre distinto al que sus padres le pondrían después, para dicha tribu todos tenemos dos nombres, uno para que se nos reconozca y otro para reconocernos a nosotros mismos, en secreto; nos pidió que escribiéramos lo que se nos ocurriera pero que tuviéramos como primicia descubrir nuestro verdadero nombre. Jorobado en un escritorio y con pensamientos suicidas, ésto escribí: Yo no tengo necesidad de caer tan bajo, pero una corriente de aire me hace girar y pafff! Setenta kilogramos de papel en el suelo. Ése que está parado frente a mí no soy más yo, pero le tengo cierta estima, aunque me arrugue y me tire a la basura.
II
El segundo problema lo descubrieron porque cuando escribía o dibujaba lo hacía con mis dos manos, comenzaba escribiendo con la izquierda y continuaba con mi mano derecha. Lo primero que escribí fue el nombre que me dieron mis padres y que era el mismo de mi papá, Héctor. Decidió la maestra que mi brazo derecho era el bueno y me entrenaron para hacerlo más hábil, o, en su real defecto, hacer menos útil mi otro brazo; me ponían como hizo Miyagi con Larusso, a limpiar mesas y trastes, a dibujar y conocerme solo con mi brazo derecho. No fue tan doloroso como supone ya que en ese momento mis brazos no peleaban por la estelaridad de mis hemisferios, no me eran tan importantes, quienes sí tuvieron una batalla intensa fueron mis piernas, por sí solas son la mitad de mi cuerpo y de niño mi único deseo era ser futbolista. La emoción más intensa era ver un partido de fútbol, porque nunca logré terminar uno, siempre al medio tiempo mis ansias me obligaban a correr con mi balón a jugar. El juego era mi manera de hacer hechizos. Me decía, si meto el balón en el ángulo izquierdo de la portería significa que le gusto a Karina…, si ganamos el partido de hoy con tres goles de diferencia, mi mamá va a volver a caminar mañana… Recuerdo mucho el día en el que se disputó la titularidad de mis hemisferios, sin maestros ni testigos, sin referee, a nadie le importaban mis piernas por tanto eran también mis favoritas, la magia sólo puede experimentarse en soledad, vivíamos en casa de mi abuela porque la operación de mi madre no permitía que mi padre la cuidara por su cuenta en nuestra casa. Durante un tiempo aproximado de media hora solo podía tirar con mi pierna derecha, y para la siguiente media hora solo podía tirar y apuntar con mi pierna izquierda, y así durante casi toda la tarde. Llegó un reto prestidigitador a mi cabeza, auguraba que con la pierna que consiguiera tumbar una botella de vidrio que levanté encima del columpio, mismo que funcionaba de portería, esa sería mi pierna titular. A la botella la tiró un viento imposible antes de que pudiera disparar y me quedé zurdo de las piernas para siempre. La magia tiene sus crueles restricciones pero te revela información muy valiosa: sobre mi cuerpo no podría decidir —mi cuerpo es lo único que tengo—. Por supuesto, si bien viví en esos años bajo el filosofema yo soy quien existe, todo lo demás que logré percibir hasta este momento, es lo que consiste. Yo sufría otro cuerpo además del de mi madre, el de mi padre. Él había pasado por lo mismo que yo en la escuela, él sí era un zurdo con todas las de la ley, pero en la escuela lo habían obligado a ser diestro y también lo consiguió sin mucho esfuerzo, lo he visto convivir muy bien con sus dos hemisferios, lo veo jugar ajedrez con la mano izquierda, pero lo veo firmar papeles con la mano derecha, con la izquierda piensa y la derecha lo obedece, nunca le he podido ganar una partida, el ajedrez está muy bien blindado con la palabra estrategia, cuando en realidad es solo un juego de coerción. Yo, como cigoto de ambos me reconozco en ellos. Quien reconoce a dicho cigoto, es decir, quien ahora escribe esto, se encuentra destinado a descubrir un solo cuerpo para sí mismo.
III
El primer instrumento que aprendí a tocar fue la batería. Mi desdén hizo que el solfeo me pareciera antipático, su orden me causaba repulsa. Ya había aprendido a decidir, todo se trata de observar: dejo que ocurra por sí solo lo que no me interesa, y cuando algo sí me interesa lo deseo hasta que ocurre como lo quería desde un principio, pero yo no muevo un dedo, siempre espero los vientos imposibles. Durante toda la secundaria tuve una banda y descubrí que el ambiente de la música era mucho más divertido y emocionante que el del fútbol, así que simplemente lo abandoné sin dolor alguno. La música me proveía del interés de las mujeres y mi joroba no se veía nada mal cuando aporreaba los cueros de mis tambores. Tuve mi primera novia en tercero de secundaria, después de haberme presentado patéticamente en una feria estudiantil. Con ella me di cuenta de otra cosa que no sabía de mí, una habilidad que solo aparecía cuando estaba con ella: podía escribir. Y escribir es, como dice César Aira, un ejercicio desesperado por agradar. La soledad es como uno puede alcanzar este momento patético con la mejor soltura, es casi tan mágico como el juego, pero frente a alguien más es muy sorpresivo, uno se termina incluso agradando a sí mismo. La atracción es precísamente un vínculo entre lo que existe y lo que consiste, con ella se contrarresta la tristeza y ya no te duele ni la cabeza ni el estómago, al contrario, el pecho se yergue, recuperas la postura y todo lo que consiste te obedece. Cuando escribo, el viento imposible lo soplo yo, nunca he dejado espacio para la coerción.
IV
La primera vez que me enamoré fue debido a la música, teníamos problemas para conseguir vocalista y fue más fácil conseguir alguien que tocara la batería. Allí fue cuando cuando descubrí que mi cuerpo también era un instrumento. Le canté una canción frente a toda la prepa. Si bien ya cantaba muchísimo antes de tomar esa posición, no sabía que podía ser visto con detenimiento, que consistía para los demás. Con los demás instrumentos son ellos tu protección ante el público, cuando solo un micrófono te divide de la demás gente te sientes más como en un patíbulo, sin juicio ni nada, la gente puede verte perdiendo la cabeza ahí, y todos mis amigos vieron cómo gradualmente fui perdiendo la cabeza por esa mujer, pero al mismo tiempo, vieron cómo me convertía gradualmente en un buen frontman. Creo que en realidad fue mi experiencia manejando la pena y no la magia la que me hacía cantar mejor, haciendo tácita mi pena no podía solo ofrecer mi voz, tenía que hacer algo más para que no vieran solo a un adolescente de 17 años queriendo agradar, en la literatura basta con la perspicacia, pero en la música se necesita un poco más para conseguirlo. Tengo la misma voz de mi padre, grave y algo dulce, descubrí que eso era atractivo y como siempre he ejercitado mi cuerpo, supe que tenían cierta gracia los movimientos de rockeros que reproducía en el escenario, un poco de Jagger, un poco de Plant, un poco de Chino Moreno. Nunca había estado tan enamorado y en clases no podía dejar de escribir y dibujar. Decidí hacerle una revista a aquella novia, se llamaba “Por tu culpa… pendejeando estoy en clases”. Su producción era de un solo número semanal y mientras estuve con ella jamás se detuvo, descuidaba ensayos, a mis amigos y a mi familia, pero durante los largos cuatro años que duró, no hubo día que no la viera a ella. Cuando terminó dicha relación todo cuanto consistía ante mí se derrumbó, mi cuerpo bajó en dos meses quince kilos de su peso que no he vuelto a recuperar, pensé que la magia me estaba jugando una treta y en realidad adelgazaría hasta convertirme en una hoja de papel, pero jamás conseguiría desaparecer. La crueldad de la magia también sufre de lo que consiste, y lo único que consiste es el tiempo, así que me volví a enamorar y decidí recuperarlo todo, lo deseé con todas mis fuerzas. El hechizo no fue difícil de concebir, pero necesitaba ayuda, mi cuerpo no podía desaparecer así…, ¡por supuesto! ¡Una máscara!, pero no podía hacerla yo, eso no podría funcionar. Para mi fortuna ella sabía usar máquina de coser y confeccionó una máscara para mí. Era un diablo rojo de grandes cuernos sin ojos ni nariz, el material de yute la hacía muy liviana y el hechizo funcionó a la perfección, mi pena era ligera y mi cuerpo también, ¿por qué entonces habría de caer tan bajo? Mi voz comenzó a agrietarse y me agradaba cada vez más, la encrucijada de Robert Johnson siempre fue un hechizo, me dijo uno de mis mejores amigos, el Grave, él también asegura que si no puedes ver al diablo es porque vas en su mismo carril.
V
Por supuesto, esa relación terminó, no he conocido hasta ahora algo que no se termine. Se llevó mi máscara pero ya había conseguido sanar dentro de ella. Al poco tiempo cometí el mismo error y creí que enamorándome podría hacer otro hechizo que me salvara, pero todo salió al revés, con la magia no se juega, ella juega contigo cuando lo pretendes. Un día de mi infancia, siendo muy pequeño, jugaba en el patio de unos tíos con mis primos más grandes, jugábamos al caballito y debido a mi minúsculo tamaño, yo solo podía hacer el jinete. Un movimiento brusco de mi primo-corcel me hizo salir volando en dirección a un cubo de concreto que parecía flotar entre el césped. Mi mejilla derecha se impactó directamente en una de las esquinas y quebró mi cráneo separando los músculos que lo protegían. Gracias a la flexibilidad de mi piel, ésta solo recibió unos rasguños. Ahora, mientras lamento mucho ser consciente de que no podré ver nunca el orificio en mi cráneo que partió mi sonrisa para siempre, pienso y recuerdo mucho en la preocupación de mis padres, me duele ver cómo no he podido querer y cuidar mi cuerpo tanto como ellos lo han hecho, me duele horrores saber que me han visto sufrir todo este tiempo y no sé aún cómo soportan verme sin uno, ver cómo me he dedicado a destrozarlo y sé cuánto les duele saber que lo tengo perdido en un lugar donde no hay vientos imposibles. Debí temerle más al infierno y hacerles caso. He notado que mi voz comienza a desaparecer, no debí dársela a ella. Pero ahora que escribo esto sé que la ayuda vendrá, porque conozco la magia. En el texto que escribí sobre el dolor de mi madre repito mucho una frase para invocar mi deseo: “las buenas ideas guardan silencio, y deciden quedarse calladas, porque las mejores ideas son los secretos. Siempre es mejor recordar algo que nunca ocurrió”. Tú que me lees, no podrás volver a ver mi risa partida. Esto es un hechizo.