por Angélica Martínez Coronel
Ante el hecho de que me han tomado y, entre gargantas y miradas concupiscentes, me mantienen ilícitamente presa, llego en este período de silenciamientos y presento mi cuerpo ante toda razón social y pese a toda circunstancia, para efectos de manifestar, a como dé lugar, que: a) a éste, no se le contiene, ni podrá contenérsele; b) éste, no es transferible; c) éste, no se vende; d) éste, está armado de voz tronante; e) éste, es toda y suficiente evidencia de la barbarie de otros; f) éste, es equis y es ye, el cuerpo femenino de Dios y; f) Éste, resiste ardiendo.
Dicho lo anterior, a continuación expongo la serie de eventos que me han acuerpado. Todos ellos, sépase, me han permitido recuperar territorios: res extensa manens.
La relación de los eventos
I. Reapropiación del templo
En el catecismo me hablaron del Jesús enojado que corría a los mercaderes del atrio de un templo. Yo lo imaginaba en su túnica blanca, con la melena brillante; movía las manos haciendo aspavientos y, en lugar de cara, tenía una luz enceguecedora. Es difícil ver al Hijo y más difícil verle gritando enojado. Eso debió de haber sido. En alguna clase de latín, el profesor dijo que en la traducción de la Biblia se matizaron todas las palabras que el Jesús iracundo pronunció para correr a los mercaderes, “habían sido las peores ofensas que podían decirse en arameo”, dijo. No sé si eso sucedió, pero me gustaría creer que sí y que, en ejercicio de real semejanza con ese divino, algún Jesús en esta tierra defendiera a los otros como templos en lugar de venderlos.
Hay quienes toman a diario el cuerpo, el templo de Dios que tú sólo defiendes de los tatuajes, de las argollas, de los aretes. El cuerpo-templo que, según tú, proteges y cubres púdicamente en las calles, pero desnudas entre paredes, entre las placas del cráneo. Todos los días profanan el templo de Dios, este de acá que no está en los catálogos inmobiliarios del Estado. Es mi cuerpo, tómalo y come. Es mi sangre, tómala y bebe. Porque yo soy vida, yo soy amor… ¡Oh, señor! Sí, señor, nos reuniremos (aun) sin tu amor.
La profanación cotidiana del cuerpo femenino de Dios ya es tan grande que resulta más fácil tapar el Sol con un meñique, tapar las pintas, tapar las huellas. El Estado, confundido y sin saber que los atlantes son de carne y no de roca, protege sus edificios, amuralla sus monumentos (momentos, mementos). Sí creía y creía que vendría Dios para sacar a esos mercaderes de poder por obligarnos a adorar ídolos de metal, de cantera, de promesas de democracia, seguridad y pan caliente diario.
Es mi cuerpo, tomad y comed. Es mi sangre, tomad y bebed de ésta que es corrupta dos veces por origen y por conciencia, tres veces por omisión, siete veces por Los Capitales. Porque yo fui vida, yo fui amor hasta que me bajaron a la tierra para andar nomás a rastras detrás de un hueso y buscando palmada.
II. Stigmata
A los quince años, estaba escrito, debía presentarme en el templo para dar gracias en lugar de recibirlas. A los quince años debería tener catorce mancebos para la danza macabra, A los quince años recibiría la última muñeca y la primera zapatilla. A los quince años se acepta carnavalescamente el lugar socio-sexual de la mujer sin que ella lo comprenda a tiempo. Estaba escrito. Y como nadie me preguntaba, hablé. Y me oyeron, pero en la pura voz yo ya llevaba el pecado.
Cada noche despertaba en una habitación negra con un solo foco. Portaba una corona de cristales afilados que iban encarnándose en mis sienes. Creí que sudaba por el foco encendido, pero era sangre tibia que no coagulaba. Abría los ojos cuando el dolor me daba alguna tregua y veía hacia arriba; mis manos estaban clavadas a los extremos de la cruz, no sentía los pies, pero, de vez en cuando, miraba mis rodillas llenas de cardenales. Mi piel expuesta ya tenía los rasgos del palimpsesto en el que se había proyectado “la docta y recta moral”. A las brujas asesinadas les escribían la Palabra en la piel para que sus almas no pudieran liberarse de la carne en pos de venganza. Yo no fui asesinada, por eso, desde aquel entonces, camino cerca de las aguas de Tántalo.
III. En las arterias
Presento y sacrifico mi cuerpo profano. Aquí sólo anda en dos pies el cuerpo transgresor, el templo en llamas ya sin ídolos. Va directo a las filas, a llenar las calles de las ciudades. En el noticiero dicen que las calles son “arterias”, “y venas también”, corrijo mentalmente. Así no entiendo qué hacen los hombres por ahí con sus vehículos como barcas en los ríos de sangre sin sentir ni asco. ¿Qué siente el glóbulo cuando va circulando? Nada, pero sí que hace sentir cuando se sale por la piel o por las entrañas: “Puedo hacer lo mismo que tú mientras estoy sangrando”, se oye una voz que pudo ser la mía y la de todos los posesivos. Estoy segura de que fue una mujer y no Cristo.
Ir en una marcha es salir de las entrañas, ser glóbulo, ser célula. Los ciudadanos hacían el cuerpo vivo del Estado. Se cuenta que, cuando no había máquinas, los humanos tenían manos; había el rumor, es más, de que tenían voz, de que la máquina era el cuerpo humano. Pero, cuando se supo que ésta pensaba y era mortal, se decidió perfeccionar la imagen de semejanza divina. Se crearon los hijos de la tierra, esos que no eran ni de Eva, ni de Adán. Hijos con cuerpos incorruptibles, funcionales, capaces de ser instruidos y de instruir, pero sin ánima. Estos desalmados se colaron, como ladrones en la noche, y tomaron las naciones para rehacerlas a su voluntad.
Muy pocas veces, los últimos herederos de los ciudadanos humanos, salen a las calles, quieren ver si es posible animar, si cabe la más remota posibilidad de darles alma a los desalmados hijos de la tierra. Gritan, repiten líneas, versos como conjuros y no parece haber magia o razón que responda, sólo el eco de sí mismos contra la cantera. Es que son tan pocos, si hubiera más, tal vez.
IV. Reconocer el corazón (de la ciudad)
Te contaré una historia: / La historia de cómo llegamos. Todo lo escucharás de estas líneas que van a quitarte el humo espeso de la desmemoria: verás, algunas veces te encuentran y sólo así. Y nada más. Pero tú, además, me llevaste de la mano al Zócalo. Como no habría sido propio que me tomaras de la mano derecha, ni por sentido práctico, ni por ideológico, te aferraste a mi izquierda. Llegamos de madrugada -evitando detenernos en la fuente- y, desde una de las esquinas, caminamos hasta esa escultura que siempre pienso le daría gusto a los estridentistas: los árboles metálicos, industriales [Sí, no se llaman así, pero es mejor que el título original] de Jan Hendrix. Entonces, te recuerdo sin soltarte de mi izquierda, sin que yo supiera, para entonces, que estabas ahí desde hace mucho y que nunca te irías (ni aunque yo lo necesitara). Y diste un salto, al caer con ambos pies en el suelo, me dijiste: “¡Aquí! ¡Aquí, justo aquí, me arrestaron! Estábamos en protesta”. No eras muy diferente de aquel niño al que le salió su Nelson Mandela interior cuando le gritó a una maestra represora: “Me siento, pero por dentro estoy parado y sigo corriendo allá afuera.”. Ni la carne es prisión para el espíritu cuando se sabe la verdad de la bondad. Entendí el daño que hace gritar y no moverse. Aprendí que para liberar a un pueblo hay que cantarlo todo.
Yo sé, ahora, que cae todo, por fuerza de gravedad o sólo por gravedad. Y, dime, a estas alturas, no sé qué pienses tú, pero, ¿qué sería de este mundo si los que cantan “Cielito lindo” dejaran de ver nomás para arriba? Mientras todo parece estar tan abajo que el canto de esperanza nacional se trata de una Cindy Crawford que baja de la Sierra Morena.
Aquí, donde caíste para marcar un antes y un después en mi propio tiempo, pediste un beso y la marcha: te beso y voy porque además espero, Tal vez, a curar nuestros males/ del año por venir. Y espero sepas cuánto se pierde sin tu voz y, salve sea la paradoja, cuánto he ganado esperando volver a escucharla. Aseguro que aún está; a veces es en lo único que creo. Y en tu lengua de fuego.
V. Unir las arterias
Me veo muchas veces en un salón de la universidad, sentada, escuchando una lectura que hacen mis compañeros: …te quiero porque tu boca/ sabe gritar rebeldía… La adrenalina me ensordece y tardo en escuchar, pero luego: …y en la calle codo a codo/ somos mucho más que dos. “Te quiero”, no a ti, Benedetti, “te quiero” a ti, amiga, hermana de otras sangradas familias. Te quiero porque tus pies saben marchar revolución. Y mientras mis compañeros de clase pensaban en dos amantes que iban por alguna plaza, como todas las plazas acá, con jacarandas y algodoneros, yo pensaba en nosotras codo a codo haciendo la cadena humana más fuerte que jamás nos habría permitido otro cuerpo. No había pasos acompasados como los de la milicia porque ese día hasta la policía masculina se replegó. O parecía. Parecía que por unas cuantas horas hacíamos la caminata más segura de nuestras vidas por las arterias de la ciudad. Éramos la sangre revuelta y el lodo bendito que le devolvió la vista al ciego. Pronto llegamos a un corazón en taquicardia. Más adrenalina, más dopamina. Vamos a mover este terruño. La fuerza va codo a codo, éramos en la calle más de mil, mucho más que el Todo.
Se dijo No estás sola. Y la (S)soledad desapareció. Yo atestiguo cómo caminaron las amazonas y cuánto intentaban perdonar. Ya no había identidades aisladas, fuimos todas, mujer consciente, todas. Mi padre, que iba detrás con los otros, me confió que no hay dolor más grande que enterrar a un hijo y le creí porque es mi padre; pero quise ver, porque uno nunca sabe, realmente no. Entonces salí al mundo y encontré a las mujeres buscando a sus hijas, levantando ya sólo las imágenes de la última sonrisa. La belleza es una cara con una sonrisa, me enseñó un joven sabio. La belleza está muriendo, entonces, porque ya no podemos sonreír.
Les creí a todas, aún doble, porque es tan real su dolor como cuando mi madre dice: “siendo mamá, nunca vuelves a dormir”. Ellas no descansan, las vacaciones forman parte de un plan sexenal que no es el de ellas. Ellas ya no tienen tiempo, ese las juzga junto con el Estado, por no haber sido, por no haber visto, por no haber entendido, por no haberse guardado, por no haberse defendido, por no haber. Pero ya no les duele nada en esta tierra, ni el escarnio público. Sólo les queda la fuerza del no olvido.
* * *
Por último, quede asentado, que las veces que tomen este cuerpo, sin más razón que la de inventar una justicia, serán las mismas veces que la ira cambiará de nombre. Quede, también, que: Se haga algún día la ley. Se proteja al ser humano como a Dios mismo. Se haga caso al militante para que pueda descansar sus pies llagados. Se levante la mujer que sigue en casa. Se liberen todos los cuerpos.
HE DICHO.