por Lilí Pérez Bernal
So come up to the lab and see what’s on the slab
I see you shiver with antici…pationThe Rocky Horror Picture Show
Señoras y señores, llegó el momento de poner nuestros cuerpos rebosantes de vida sobre la mesa de autopsia y rogar por una indolora disección. Por mi parte, admito no sin cierto pudor, que suelo reparar en este embalaje que traigo a cuestas y que llamamos cuerpo cuando algo va mal: cuando algo se hincha, revienta o se desmorona; cuando la migraña se ceba a martillazos con mi cabeza o cuando mi descalzo dedo meñique se estampa, con fuerza titánica, contra la pata de una infame mesa que se niega a pedir disculpas. Porque digámoslo con franqueza: el meñique no es el que encuentra a la pata sino la pata al meñique; quien diga lo contrario, o sea, quien crea que el meñique es el culpable por distraído, por estar poco carpe diem, estaría colocando la culpa en el lugar equivocado y qué fea es la gente que culpa a su propio meñique cuando hay una mesa de roble pesado dispuesta a recibir, estoicamente y en buena lid, los insultos que le corresponden después del automático «ay, güey» que suena más bien democrático en la repartición de culpas. Si, por el contrario, todo está, de pies a cabeza, aparentemente bien, mi mente no considera necesario detenerse a admirar su funcionamiento impecable. Así que aquí estamos para remediar tantos años de injusticia. Sirvan estas notas al margen como tributo a las cosas que damos por hecho.
Por otra parte, no osaré, estimado lector, insultar su inteligencia calificando en utilidad cada pedazo de nuestra anatomía, porque es bien sabido que todos son un diez absoluto cuando están ejerciendo, digamos, su eterno godinato. Por ejemplo, ahora mismo mis manos son, para mí, un diez más puntos extras acumulados durante el año ¿por qué? porque sin ellas me las estaría viendo negras para escribir esto; en cambio, para usted, allá, lejos, leyéndome en este momento, mis manos podrían ser quizá un seis si bien me va o bien podría, también es válido, estar insultando a la suerte por considerar que una Lilí sin manos sería de mayor utilidad que una Lilí con manos. O, para ser más justos, yo podría calificar sus ojos con un menos cinco por seguir leyendo algo que no es exactamente de su interés; así que mejor no tomemos tan bizantinos mecanismos pedagógicos y volvamos al camino de las manos.
Cuenta la leyenda, es decir Christopher Hitchens, que un buen día en París, una señora se acercó a James Joyce con la intención de besar la mano que había escrito el grandísimo (en todos los aspectos) Ulises, a lo que Joyce, ni corto ni perezoso, respondió que esa mano también había hecho muchas otras cosas. Lo entiendo, sí, no todos podemos ni debemos comparar nuestras manos con las sobresalientes manos del genio irlandés, pero sí que podemos identificarnos con ese elocuente «muchas otras cosas». Sin ir más lejos, existen seres humanos, entre los que puedo contarme, que no pueden hablar con las manos quietas. Yo no sé a ustedes qué les habrán enseñado en la escuela pero a mí siempre me pareció de sentido común que existía (y existe) una conexión directa entre el habla y la danza manil. Es decir, tan pronto uno abre la boca las manos ya iniciaron su vuelo, en muchos casos gracioso, en muchos otros torpe, pero siempre necesario. Por otro lado, las manos pegadas al cuerpo mientras uno habla matan todas y cada una de las palabras que salen de nuestras bocas; crean un desbalance tal que, en lo sucesivo, todo lo que sale se siente falso y solitario, pero a mí no me hagan caso, yo solo soy un triste instrumento del camino y todo lo que pueda decirles parte de una experiencia personalísima y de un gusto personalísimo, como es la filia a contemplar, en un estado más bien hipnótico, los movimientos maniles ajenos. Tomás Segovia, a quien citaremos más adelante en cuestiones un poco menos púdicas, pero igualmente festivas, escribe, en una de esas prosas con las que a uno se le atraganta la admiración y la envidia a partes iguales, que las manos […] melodiosas, al margen, sin dejar de echar una mano cada mano a lo que habla, roban también lo que se dice, lo usan de otro modo, manos desasidas que saben desdecirse y corrompen la igualdad letal de las palabras. Ay, el sabio Segovia.
Fueron también ciertas actividades cuerpiles consideradas no productivas las que pusieron alguna vez a Emma Goldman en un aprieto con sus compañeros anarquistas. Emma, un buen día, se encontraba disfrutando de uno de los grandes placeres a los que se puede entregar el cuerpo (o sea bailando) cuando uno de sus serios camaradas la interrumpió, para cuestionarla, porque consideraba que el baile era una vanidad innecesaria, a lo que Goldman le respondió con esa conocida y reconocida frase que quizá ya hasta se tragó a su dueña en cuestiones de popularidad y que dice así: si no puedo bailar, tu revolución no me interesa. Es bastante obvio que a Emma le importaba más bien poco lo que aquel hombre pudiera decirle, como también le importaba más bien menos que poco lo que sus correligionarios pudieran «leer» en su gusto por el baile. ¿Era válido que una revolucionaria disfrutara tales vanidades?, ¿era razonable distraerse en cosas tan mundanas?, ¿envolverse en asuntos tan egoístas, tan vacíos de causas nobles? ¿Es el baile una cuestión burguesa? La historia de la humanidad nos invita a pensar lo contrario y nuestros cuerpos, definitivamente, nos piden lo contrario. Tenga usted dos pies izquierdos o dos derechos (que dos de cualquiera serían igualmente inservibles) mover el cuerpo rítmica o arrítmicamente, en soledad o en compañía, en la regadera o en la calle, hasta el suelo o hasta el cielo es, ciertamente, algo muy disfrutable y usted, no lo niegue, en el fondo de su bailarina alma lo sabe.
Pero bueno, como ya los estoy viendo shiver con anticipation no demoremos más el asunto y hablemos del cuerpo amado y del cuerpo deseado que, aunque en algunos casos ambos coinciden en uno mismo (uo o), también pueden y a veces, necesariamente, deben leerse por separado. Barthes, en su ambicioso y genial intento por desgranar un discurso amoroso, nos recuerda, con singular alegría, que todos los enamorados somos, en esencia, uno solo; es decir, nos devora la ansiedad de la misma forma, sentimos lo mismo con la misma pasión, interpretamos lo bueno, lo malo y lo feo sin grandes diferencias entre unos y otros por muy every gun makes its own tune que pretendamos sentirnos y la taquicardia, el sudor y el nudo en la garganta, aunque no es el mismo (thank god porque iugh), sí es, podríamos decir, parte de ciertos incómodos y gustosos procesos. Al final no podemos más que leernos en las palabras de Barthes con cierta ternura, agitar una mano en el aire en movimiento desestimatorio y exclamar un enfático ay, ajá que por dentro se siente como una taquicardia de chingao, ya me cacharon. Y sí, al final salimos reducidos al absurdo y sí, nos identificamos cada tres palabras y sí, somos absurdos. Entre todas las fijaciones cuerpiles que desarrollamos alrededor del ser que nos vuelve ridículos está, por supuesto, la piel, pero no se adelante, apreciable y desesperado lector, con hipótesis aventureras que ya le digo yo que namás estará perdiendo el tiempo porque a la piel a la que yo me refiero es a la piel Barthiana que él mismo define en el fragmento titulado «La conversación»:
El lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro. Es como si tuviera palabras a guisa de dedos, o dedos en la punta de mis palabras. Mi lenguaje tiembla de deseo. La emoción proviene de un doble contacto: por una parte, toda una actividad discursiva viene a realzar discretamente, indirectamente, un significado único, que es «yo te deseo», y lo libera, lo alimenta, lo ramifica, lo hace estallar (el lenguaje goza tocándose a sí mismo); por otra parte, envuelvo al otro en mis palabras, lo acaricio, lo mimo, converso acerca de estos mimos, me desvivo por hacer durar el comentario al que someto la relación.
Por supuesto esta no es la única anotación que hace respecto al cuerpo del otro que en este caso es uno de esos en los que conviven, desde la vista enamorada, el amor y el deseo, pero ya que nos hemos adentrado en materia sugerente es hora de que volvamos a Segovia porque lo prometido es deuda y esta es una deuda que definitivamente no quiero dejar de pagar. El soneto, he de admitir, nunca ha sido una de mis estructuras poéticas predilectas, como tampoco lo ha sido la poesía erótica porque ¿qué les puedo decir?, a mí en estos asuntos me gustan las imágenes poco brutas y si leo las palabras senos turgentes entre demás obviedades basiconas a mí me da algo cercano al parraque, al patatús y al soponcio que sí, sí, ya sé que son lo mismo pero es un recurso literario para efectos dramáticos y no dudaré en inventarles matices si alguien osa cuestionarme. No les voy a mentir, el querido Tomás también tiene algunos de esos que producen ñáñaras y agruras gratuitamente, pero tiene otros que son francamente admirables y que traen el sonrojo ajeno asegurado, así que sin más preámbulo, con todos ustedes, Tomás-start me up- Segovia:
Otra vez en tu fondo empezó eso…
Abre sus ojos ciegos el gemido,
se agita en ti, exigente y sumergido,
emprende su agonía sin regreso.
Yo te siento luchar bajo mi peso
contra un dios gutural y sordo, y mido
la hondura en que tu cuerpo sacudido
se convulsiona ajeno hasta en su hueso.
Me derrumbo cruzando tu derrumbe,
torrente en un torrente y agonía
de otra agonía; y doblemente loco,
me derramo en un golfo que sucumbe,
y entregando a otra pérdida la mía,
el fondo humano en las tinieblas toco.
Una vergüenza como coloFIN
Y ¿ahora cómo demonios cierro esta cosa después de ESO? se preguntó esta notasalmargentista que leen, aterrada, durante al menos una hora de contemplar fijamente la pantalla de su computadora.
Aquí yace Lilí Pérez Bernal; que no se diga que no lo intentó.
Disfruté mucho tu texto.
¡Me alegra saber que lo disfrutaste, Rolando! Muchas gracias por comentar.
Jajajaja, sin duda el mejor cierre para un texto de semjante naturaleza. Ama de las letras y la antomía.
¿Estás admitiendo, acaso, que merezco otro punto en la batalla? 💃🏻