por Aldo García Ávila
Para hacer hambrita
Sales de tu casa. No alcanzaste a desayunar. Para no pensar demasiado en el hambre, pones un poco de música: abres tu biblioteca de música (porque es muy normal que haya bibliotecas de música, ¿no?), eliges tu canción favorita y continúas. Caminas un poco y los dioses, el destino, la fortuna o la vida te ponen un maravilloso puesto de garnachas. Te acercas con la firme intención de pedir un choco, nomás para abrir apetito. La garnachera –honorable oficio que honra calles, colonias, ciudades y estados– ni tarda ni perezosa te pregunta: “¿de fresa o de chocolate?”, mientras tú piensas “Mi choco se supone que es de chocolate…”. Ante este cuestionamiento existencial, optas por entrarle al plato fuerte: “¿Mejor deme primero una quesadilla”; entonces, la garnachera vuelva a arremeter con preguntas filosóficas: “¡Cómo no, joven! ¿Su quesadilla lleva queso o no lleva queso?”.
Esta es una de las preguntas más irrelevantes de la vida que ha terminado con infinidad de amistades, noviazgos y relaciones familiares en los últimos años. De acuerdo con datos del INEGI, 7 de cada 10 vínculos –familiares, amistosos o de noviazgo– experimentan una grave crisis cuando se plantean esta pregunta. Recientemente, la revista Proceso dio a conocer que aunque se celebraran 10 (o más) rifas de aviones presidenciales, con el objetivo –o no– de desviar la atención pública, ninguna cortina de humo sería tan efectiva como un sondeo cuya protagonista fuera esta pregunta. Dejando de lado las estadísticas falsas y las fake news, reconozco que, para mí, como buen nacido en el Deéfe (aka Ciudad de México), las quesadillas pueden llevar queso o no.
En este texto trataré de describir en qué consiste este fenómeno, es decir, por qué a algunos hablantes les encanta comer quesadillas sin queso o algo más extraño: tomar chocos de fresa. De entrada, te digo que si eres de los que gustan de los chocos de fresa, entonces no tendrías por qué tener problemas en pedir una quesadilla sin queso. Para explicar esta especie de paradoja, me valdré del hecho de que todos los días convivimos con bibliotecas que no tienen un solo libro… por más extraño que parezca.
Ubiquemos el problema
Si en algún momento de tu vida llevaste algún curso introductorio de lingüística o de semiótica, seguramente recordarás a Ferdinand de Saussure y su sencillo –pero no menos fácil– signo lingüístico. Sí, por más absurdo que parezca, tenemos que recordar ese infierno académico para entender por qué hay bibliotecas sin libros y, de paso, comprender por qué hay personas que comen quesadillas sin queso.
El signo lingüístico es una unidad conformada por un concepto (o significado) y una imagen acústica (o significante). ¡Simple!, ¿no? Tal vez alguno de tus profesores debió decirte que el signo lingüístico es como una hoja blanca: uno de sus lados es el concepto y el otro, la imagen acústica; ambos están unidos de manera solidaria y se reclaman mutuamente. Pongámoslo más claro todavía: el signo lingüístico es como un buen taco al pastor, pues la doble tortilla reclama la jugosa carne y también viceversa, además de que uno no existe sin el otro.
Desde el punto de vista semiótico, el signo lingüístico no es otra cosa que una estructura (digamos, un sonido o una palabra escrita) a la cual se adhiere un significado o un concepto. Por ejemplo, en español, el concepto [sol] se adhiere a la palabra <sol>; dicho concepto se manifestará de modo diferente en otras lenguas: <sun>, en inglés; <Sonne>, en alemán; <soleil>, en latín, etc.
No hay que caer en la tentación de afirmar que la imagen acústica corresponde siempre con escritura. Para ejemplificar de mejor manera esta característica, empleemos una lengua distinta al español: en el angas, hablado en Nigeria, la estructura fónica /ˈmut/ está “adherida” –para continuar con la terminología empleada– al concepto [morir]. Aun en el caso de que esta lengua careciera de sistema de escritura, habría una estructura, en este caso de naturaleza sonora (o fónica), a la que se adhiere un concepto.
Cabe señalar que la unión entre la imagen acústica y el significado es de carácter arbitrario: en principio, nada hay en la imagen acústica que nos lleve al significado, así como tampoco hay nada en el significado que nos conduzca a la imagen acústica. Las cosas son así, porque así lo determina la lengua. Lo anterior se refiere a que no hay nada en el concepto [sol] que nos dé pistas acerca de la forma de la imagen acústica . Es una convención que debemos aprender poco a poco y de memoria, de ahí que en otras lenguas dicha imagen acústica tenga otras formas.
De hecho, la perspicacia de Ferdinand de Saussure fue más más allá, pues reconoce al signo lingüístico como una entidad de carácter psíquico, mental, que sólo existe en la mente de los hablantes en virtud de que hay un emisor que lo produce y un receptor que ha de interpretarlo.
¿Qué hace un budista en mi texto?
Ahora que ya tienes una perspectiva más clara del signo lingüístico, pasemos a revisar algunas propiedades del concepto o significado. La semántica es la dimensión de la descripción gramatical que se encarga de describir cómo se construye el significado de las palabras y de las oraciones. Entre sus unidades de análisis está el rasgo semántico: un concepto o significado posee una serie de rasgos que lo caracterizan y permiten que sea categorizado bajo una determinada etiqueta, es decir, una palabra o frase.
Cuando ves en tu mente, por ejemplo, el concepto [vaso], con rapidez identificas los rasgos que lo caracterizan y lo identifican con la etiqueta (palabra) <vaso>: su forma, su tamaño, su altura, el tipo de elementos que está en condiciones de contener, etc. Algunos de estos rasgos en ciertos momentos son más importantes que otros: decimos que hay rasgos más prominentes, pues su presencia o ausencia determina que un concepto se categorice con una palabra y no con otra, pero también hay rasgos que solo ayudan a precisar y detallar el concepto en turno. Así, la diferencia entre los conceptos [vaso] y [tarro] es la presencia de una “oreja” en este último. Evidentemente, los conceptos concretos –como [vaso] o [tarro]– poseen rasgos semánticos que resulta más fácil identificar, en contraste con los conceptos abstractos –como [amor] o [añoranza]–.
La noción de rasgo semántico es fundamental, pues permite describir las extensiones de significado que manifiestan las palabras. Para que ello tenga lugar es necesario que ocurra una desemantización o pérdida de rasgos semánticos. Valga la pena ilustrarlo mediante el concepto [cabeza], al que identificamos por los siguientes rasgos: guarda una posición específica respecto del resto del cuerpo humano (arriba); tiene una forma (más o menos redonda), y una función (ejecutar procesos de pensamiento), entre otros. Paradójicamente, un concepto se extiende a otras esferas de significación cuando pierde rasgos semánticos: así, en cabeza de ajo sólo está presente el rasgo de la forma del concepto [cabeza], mientras que en cabeza del equipo, el rasgo más prominente es el de función.
Este fenómeno lingüístico es casi de proporciones budistas. Cuenta un antiguo koan que un discípulo deseaba recibir enseñanzas del más sabio de los maestros zen. Después de buscarlo de manera incesante, logró encontrarlo en lo más recóndito de las montañas.
–Vengo a llenarme de su sabiduría, maestro. Quiero aprender todo lo que usted sabe.
El viejo maestro lo miró y con gran serenidad lo invitó a pasar a su casa para tomar una taza de té. Con gran emoción, el discípulo entró, se sentó y esperó que las bebidas estuvieran listas.
–Toma esta taza en tus manos para servirte el té –le pidió el maestro.
Así lo hizo el discípulo y enseguida el maestro comenzó a llenar la taza con un aromático té caliente, de manera constante y sin detenerse, hasta que el líquido finalmente rebosó la taza y comenzó a derramarse.
–¡Maestro! ¡Maestro! –replicó el discípulo– ¡Es demasiado té! No cabe más en la taza.
–Así como en la taza no cabe ni una gota más de té, así ocurre con las personas. Será imposible que adquieras nuevos conocimientos, experiencias y sabiduría, mientras no deseches tus viejos conocimientos, experiencias y sabiduría. Para que algo nuevo entre en la taza, es necesario que ésta se encuentre vacía.
Por lo tanto, para que una palabra pueda extenderse hacia otros significados será necesario que se despoje de algunos de sus rasgos semánticos.
Bibliotecas, chocos y quesadillas desemantizadas
Etimológicamente, biblioteca es ‘caja que resguarda (una colección de) libros’. Lo curioso es que hemos comenzado a convivir con bibliotecas que no tienen un solo libro. En Spotify tenemos una biblioteca de música, al igual que en nuestro perfil de YouTube contamos con una biblioteca de videos; quienes administren un blog de WordPress tendrán a su disposición bibliotecas de medios, para abarcar imágenes, videos y sonido, es decir, todo, menos libros. Estas extensiones de significado fueron posibles gracias que el concepto [biblioteca] perdió rasgos semánticos: se trata de un espacio o una zona bien identificada, donde se almacena una colección de libros. La pérdida fue muy mínima, pues ahora biblioteca denota un espacio donde se conservan medios (más o menos) del mismo tipo: imágenes, sonidos, videos, música, íconos, etc.; a pesar de que existen los vocablos pinacoteca (para pinturas e imágenes, hasta cierto punto); fonoteca (para sonidos y música) y videoteca.
Con los chocos ocurrió exactamente lo mismo: la extensión de significado sucedió como resultado de una pérdida de rasgos semánticos. En México, un choco es un licuado o batido de chocolate; sin embargo, el sabor terminó por desplazar la manera en que se preparaba la bebida. En estos casos, ‘sabor’ y ‘manera de prepararse’ fungen como rasgos semánticos prominentes del concepto [choco] para que pueda extenderse hacia construcciones como choco de fresa, choco de plátano, entre otras.
¿Qué pasó con quesadilla? A pesar de que la palabra transparenta el vocablo queso, hay un considerable número de hablantes que la han desemantizado: una quesadilla es una tortilla doblada a la mitad, en cuyo interior hay maravillosos guisados que pueden acompañarse o no de delicioso quesito para gratinar. Pareciera que lo fundamental de la quesadilla desemantizada está en la forma de la misma, es decir, basta con que esté doblada para que pueda ser etiquetada con ese nombre que, como decía al inicio del texto, ha causado tantas pugnas.
A simple vista, no deja de parecer absurda y redundante la expresión quesadilla con queso, en contraste con biblioteca de música y choco de fresa, que si bien es cierto no son redundantes, son igualmente absurdas y contradictorias. Lo anterior no significa que estos vocablos dejen de ser unas joyas de nuestro idioma, pues muestran la poderosa capacidad de los hablantes para modificar la lengua de una manera muy sutil, pero efectiva, a pesar de lo absurdo, contradictorio o redundante de los resultados.
Si pones un poco de atención a lo que dice la gente, con toda seguridad encontrarás algunas otras palabras desemantizadas y que utilizamos con total desfachatez, sin darnos cuenta de la magia de nuestra lengua, en particular, y de las maravillas de las lenguas, en general.
Cabe señalar que no es asunto de la semántica establecer qué es correcto y qué no lo es. Al igual que la lingüística como disciplina, la semántica describe fenómenos. Para esclarecerlo, tomaré un ejemplo de James R. Hurford: en teoría química, existen definiciones de los elementos en términos de la tabla periódica, las cuales especifican la estructura de los átomos, que a su vez caracterizan reacciones de distinto tipo que tienen lugar entre elementos. Este marco teórico describe algunos hechos cotidianos y no tan cotidianos: el hierro se oxida en agua; la sal se disuelve en el agua; el plomo es más pesado que el aluminio, y ninguno de estos dos metales flota en el agua. La teoría química pretende definir y caracterizar elementos (hierro, plomo, etc.) y las reacciones que ocurren entre ellos (oxidación, combustión, disolución…), en términos de estructura atómica. De este modo, los fenómenos adquieren sentido, de lo contrario estaríamos ante una lista no estructurada de hechos aparentemente no relacionados.
La semántica –y la lingüística en general– como disciplina científica describe fenómenos que tienen lugar a propósito de la manera en que hablan las personas. Por lo tanto, no prescribe ni establece reglas sobre los términos en que deben desarrollarse estos fenómenos.
La escritura es una tecnología
Tal vez ya no seamos conscientes de ello, pero la escritura es una tecnología. A través de ella, expresamos de una manera muy precisa nuestras ideas, emociones y pensamientos, además de ofrecer la incuestionable ventaja de la permanencia, en contraste con las voces habladas que, en tanto no haya un dispositivo que la registre, será efímera. La escritura nos acerca con los ausentes y nos da la oportunidad de dialogar con ellos, incluso permite que los muertos ejerzan su voluntad, aunque ya no estén presentes de manera terrenal: si sus deseos quedaron impresos en el papel, entonces habrá la posibilidad de que se mantengan y lleven a cabo.
La escritura es una tecnología y, por extensión, el libro se ha convertido en el medio para promoverla. En este sentido, las bibliotecas –desemantizadas o no– son recintos tecnológicos que se han convertido en depositarios del conocimiento, emociones y pensamientos humanos.