Burbujas

12 febrero, 2020
joe y bob

por Joel Grijalva

Pues son las letras la clave secreta

que a mundos nuevos te deja entrar…

Antes de I

Dos capítulos en particular se instalaron entre mis recuerdos más queridos de la infancia, y entonces de la vida. En cada uno aparece un artefacto imposible que habita mis obsesiones. En el primero, el profesor Aristóteles Gálactico Memelovsky solicita ayudantes para su laboratorio. Una pandilla de bichos —un sapo, una lagartija, un abejorro y un pequeño ratón— acude al llamado. El profesor los contrata y, tan fácil como hacer burbujas, aumenta su tamaño con la Regadera Macromática —que después sería rebautizada como “Micromacrométrica”—. Sin embargo, los recién contratados son malísimos con las matemáticas y el profesor decide inscribirlos en un curso de nivelación con el mismísimo Pitágoras, a quien visitan gracias al Tobogán del pasado —que será después Tobogán del tiempo—. Uno entra por la “boca” del tobogán, éste viaja en el tiempo, y uno sale de la boca deslizándose por la lengua. Y uno termina siendo reprobado por el desesperado Pitágoras.

En otro capítulo, Mimoso Ratón descubre que Caperucita Roja era una niña grosera y contaminadora. El profesor y Patas Verdes —el sapo— sospechan que el Ecoloco —villano ecocida del programa— ha visitado la ficción, ha intervenido en la historia —al enviar a la abuela de viaje a otro cuento y sustituirla— y la ha estropeado. Entonces, la pandilla viaja a “Caperucita Roja” mediante el Exprimidor de libros, que sirve precisamente para transportar a los seres del mundo real —de Burbujas, claro— a la ficción, o del mundo de la ficción —para nosotros Burbujas— a otra ficción. Así, los personajes de la serie son capaces de viajar en el tiempo y en los libros —y también en el espacio gracias al Popotito 22—. 
Por cierto, el Ecoloco no es ningún tonto; su “Mugremóvil”, si bien de aspecto poco atractivo, cumple él solito las funciones del Tobogán del tiempo, el Exprimidor de libros y Popotito 22.  

I

Tengo diez años. Sobre el piso reposan, desordenadas, alrededor de doscientas fichas de dominó. Son de plástico, son de colores y no cuentan con puntos para indicar números. No fueron diseñadas para efectuar el juego, sino para jugar al efecto. Durante la tarde, varias veces las formé una tras otra y las hice caer al tocar ligeramente la primera de la fila. El último dibujo fue un círculo; en algún momento me distraje y cayeron, nunca supe cuál fue “la primera”, no sé siquiera si hubo una primera o tropezaron todas a un tiempo. La frustración por haber sido excluido del experimento que yo mismo diseñé me hizo revolverlas. Entonces me fui a dormir.

Mi primera biblioteca consiste en un par de repisas metálicas colocadas arriba de la cabecera de mi cama, justo frente al póster de Rocky y la foto en que emulo a Rocky. Ahí se encuentran algunos tomos de la enciclopedia de Disney El mundo del saber, una media docena de títulos de la editorial Timun Mas, una azarosa colección de números de Selecciones del Reader’s Digest, dos o tres libros de “Elige tu propia aventura”; el primer libro —sin ningún tipo de ilustración— que leí: El Corsario Negro, y, estoy seguro, el mejor cuento de la historia, contenido entre las páginas de alguna compilación cuyo nombre, editorial y origen han escapado de mi memoria.

He leído hace apenas unas noches atrás ese cuento y todavía no me recupero. Contiene todo lo que sé de la literatura e imagino del mundo. Es bastante largo, pero me parece poco probable que hubiera sido publicado sin compañía. La mayoría de mis libros sobre ciencia ficción son colecciones de textos que se agrupan en torno a un tema: lugares insólitos, animales fantásticos, conceptos psicológicos. Órbita de alucinación, editado por Asimov, quizá ahí está. Mañana lo leeré de nuevo y podré fijar autor, detalles, editorial y emociones.

Sueño con el protagonismo absoluto del personaje al que llamaré Joe. En su habitación es visitado por él mismo, revisitado por él mismo. Una docena de personajes, todos Joe, interactúan, intentan escapar del determinismo y acaban provocando su propia existencia. De pronto, las dos repisas de mi incipiente biblioteca colapsan, sobre mi cabeza se precipitan libros y piezas de metal. Despertar es una pesadilla.

Una vez recuperado del golpe de literatura que me sacó del sueño; recojo todos los libros, o eso creo. Con los días y las semanas comprenderé que falta uno. Si bien recuperé Órbita de alucinación, ahí no se encontraba el cuento; ni estuvo nunca más en ninguno otro de mis libros. Desapareció. 

II

Mi biblioteca siguió creciendo libro a libro. La consigna era “cuando termines uno, te compramos otro”. Yo exigía el cumplimiento del compromiso a rajatabla; si llegaba al punto final de 20,000 leguas de viaje submarino a las ocho de la noche, a las ocho quince mis padres debían convencerme de que a esa hora ya no encontraríamos la librería abierta y que mejor esperara para mañana. Y entonces me hundía en un opaco mundo sin letras, sin piratas, viajes en el tiempo o artículos incomprensibles de divulgación de la ciencia.

Mis libros eran míos nada más. Pero en casa existía otra biblioteca, la de mis padres, y era también mía. Jamás se me restringió acceso a ella, nunca se me impidió leer nada. Era un Universo distinto al de mi colección, aunque compatible. Conocí entonces la versión estadounidense de la carrera al espacio en un preciosísimo y gigantesco libro de Time Life. También visité las complejidades del género humano en El hombre al desnudo, de Desmond Morris, y descubrí a Pearl S. Buck, Vargas Llosa y Mario Puzo, entre otros.

Los libros se multiplicaron. A mi biblioteca se sumó la de mis padres, y la de mi padre en su consultorio, y la de mi madre en el suyo. Ahí aprendí cómo se vestían los samuráis y a hacer trampa en el test del árbol y en el de la figura humana. También se incorporó a mi colección de bibliotecas, la de mi abuelo. De ella llevé a la mía, leyéndolo, el legendario tomo 13, “Lecturas y pasatiempos”, de la Nueva Enciclopedia Temática.

Y entonces inauguraron la biblioteca pública del estado. Asistí a la apertura, fui uno de los primeros diez o quince lectores que entraron. Pero prefiero recordar que fui el primero. La incomprensible idea de que un infinito puede ser más grande que otro se transparentó. Hasta entonces imaginaba eternidades limitadas, “y si leyera mis libros en otro orden; y si leyera los de mi madre o mi padre en orden distinto; y si fuera de una biblioteca a la otra, fundiendo parcialmente esos Universos”; pero esto era más mucho más grande; interminable. Pasillos y pasillos de libros ordenados de la manera más desaseada posible: por tema y por autor, ofrecían todas las combinaciones. Ahí estaban, pensaba, contenidas todas las pequeñas bibliotecas que hasta entonces conocía. Por lo tanto, ahí estaba mi cuento. Lo busqué por años. Nunca lo encontré.

Quizá no había leído el cuento. Quizá soñé que lo había leído, y el librazo nocturno me hizo confundir sueño con recuerdo. Entonces, era mío. El cuento lo había escrito yo o, mejor dicho, lo había diseñado yo. Y era estupendo. En algunos años contaría con la habilidad y vocabulario suficientes para traducirlo a literatura.

III

Entre las secciones de la biblioteca pública de la que me precio de ser el primer lector —y para lo cual no invito a nadie a desmentirme—, se encontraba una hemeroteca en la que convivían espantosos periódicos, revistas intrascendentes, la Mecánica Popular, OMNI y la Muy Interesante. En un ejemplar de esta última descubrí la teoría que propone la existencia de un multiverso, específicamente la versión que postula los “Universos burbuja”.

El Universo —formado a partir de una acumulación de energía en el vacío que comenzó a “inflarse”—, generó vapor y con ello, burbujas. Cada burbuja contenía un vacío cuya energía la llevó a inflarse también. Estas pompas pueden llegar a encontrarse y fundirse en una sola. Cada una es un Universo que podría contener su propia versión de las leyes de la Física. Cada una es un Universo paralelo al nuestro. 

Esta idea es una posibilidad, cuestionada, en el mundo de la ciencia. Y es una certeza en el de la ficción. En cualquier momento un autor decide crear una realidad en la que el viaje en el tiempo sea posible, desatando con ello, dentro de la ficción, la posibilidad de que todo ocurra, de que innúmeros Universos paralelos coexistan. 

El viaje en el tiempo nació de la pluma de H.G. Wells. Una burbuja en la que el tiempo no es sino una más de las dimensiones continúa en inflación. El viaje en el tiempo invita a reflexionar acerca de los límites de la identidad, “¿soy yo si estoy antes de mí?, ¿o si el yo de ayer y el yo de hoy conviven antier?”. También pone en crisis la causalidad —pensemos en la trillada paradoja del abuelo: “y si viajo al pasado y mato a mis antecesores, ¿cómo llegué aquí?”—. Esta burbuja terminó por chocar y fundirse con otra. La metatextualidad, Universo infinito, nació a la par de la literatura: libros que hablan de libros, libros que hablan de sus lectores, viajes entre textos. 

Sobre el choque, Charles Yu publicó hace algunos años Cómo vivir de manera segura en un Universo de la ciencia ficción. En la novela, Charles Yu, protagonista, es un mecánico reparador de máquinas del tiempo. Sin embargo, conforme recorre el lector las páginas, comprende que las máquinas son a la vez Tobogán del tiempo y Exprimidor de libros —o un “Mugremóvil”—. Los viajes ocurren en el espacio, en el tiempo y entre ficciones. El Universo, la Biblioteca, comprende todas las burbujas y la posibilidad de que se comuniquen.

IV

La idea ha dado vueltas en mi cabeza durante semanas. Es claro que yo soñé el cuento y quiero creer que he acumulado ya el vocabulario y la gramática para escribirlo. La primera línea saldrá de mi pluma en un par de días. Entonces, por casualidad, el título de una película llama mi atención. La veo. Es mi historia, pero no es tal. Un personaje es también todos los personajes, pero en este caso la cosa va más allá, él es ella, es su padre, su madre, él y todos con quienes convive. Robert A. Heilein ha robado mi idea, antes incluso de que yo la soñara. 

Investigo un poco y mi sorpresa se agrava. La película está basada en un cuento — “All you Zombies”— que Heinlein publicó dieciocho años después de haber escrito mi cuento, que ahora sé que se llama “By his bootstraps”. Casi treinta años después, cuando estaba listo para escribir el mejor cuento que he leído en mi vida, palabra por palabra, descubrí que yo no lo escribí. No obstante el chasco, un dejo de misterio continúa alegrándome la memoria. Ahora sé que leí el cuento, y sé entonces que sí formaba parte de mi biblioteca, así que irremediablemente desapareció ese día en que todos mis libros cayeron sobre mí. Forma parte entonces de una Biblioteca paralela.

Cada biblioteca contiene todos sus posibles órdenes de lectura. Suponer que habrá de leerse cronológicamente es una imposición de quienes todavía creen en la inexorabilidad de la flecha del tiempo. En algún momento hubo una intersección entre la burbuja que contenía mis libros y otra, vecina, a la que fue a parar el ejemplar que contenía mi cuento. Ese texto viajó también en el tiempo y fue descubierto por un tal Robert, que rebautizó a Joe como Bob. 

V

Sobre mi mesa de noche descansa un ejemplar de El corsario negro, el primer libro sin ilustraciones que leí. Cuando lo veo, antes de dormir, me propongo soñar con la caída de un par de repisas metálicas llenas de libros. Despertar significará entonces buscar entre los ejemplares y encontrar aquél en que el relato que me fue robado se encontraba. Será la única manera en que podré descartar la hipótesis de las Bibliotecas burbuja.

Y acerca de las fichas que desordenadas reposarán al lado de mi cama, sé con certeza absoluta que nunca averiguaré cuál de ellas cayó primero.  

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