por Andrea A. Carrasco
No pasa nada.
No se rompe
el mundo con
nombrarlo.
A.H.G.
Conozco a un sujeto que carga con una biblioteca todo el tiempo. Uno nunca lo ve soltarla. El día más decepcionante de todos, es este en que me confiesa que no tiene problema alguno en cedérmela. En mi cabeza, la transferencia no figura entre las condiciones de préstamo de una biblioteca. Además, es sabido que desunir al sujeto de ella, puede sólo resultar de una tragedia tan irreparable como su muerte. La herencia, detrás de su fulgor de ganancia, castiga.
Todo comienza en el seno de su familia. Este ingenuo grupo de personas decide nombrarlo con la letra B. Los pastos que B pisa desde niño, son siempre secos y amarillentos. Se afirma que es esta la razón por la que B busca el amarillo entre las hojas de los libros. Que le acalora el olor que guardan los folios, la textura áspera que rozan los dedos al cambiar de página, y el compulsivo ejercicio de organizar los volúmenes en estantes. Además, el absorto sentimiento de confluir en un libro.
En un principio, escuchar todo esto me basta. Como quien se habita en la simpleza, decido contentarme con ello. Pero mi opinión muda cuando B me deja mirar dentro. Hay repisas llenas como pirámides que lo sostienen. Me percato de que la biblioteca no es un motivo aislado de todo lo que lo constituye como persona. Que el infantilismo que su familia le ha implantado, lo combate con cada uno de sus libros. Como si leer fuese a arrebatarle la candidez e ingenuidad en que se vive. —Los temas son cuidadosamente elegidos, pero no siempre fue así ¿entiendes? —
Yo de verdad quiero entender y, en un heroico acto de compromiso, dedico numerosas tardes a que me lo explique. A veces nos sentamos frente a frente, porque entonces así resulta más fácil obtener una vista general de la biblioteca. Cuando la luz del sol lo permite, B la abre por completo y desliza sus manos entre los libros. Sin esfuerzo, elige siempre el adecuado, el que desde un inicio pretende mostrarme. No es raro que B cite sin dificultad las frases más notables del libro. Es evidente que la biblioteca le pertenece, que su construcción es para siempre una ceremonia lúcida.
El origen de la biblioteca comienza a volverse claro. La atmósfera que B desprende, se envuelve de una necedad suya muy grande: “Hay siempre que hacer muchas tareas a la vez, con gran memoria”. Desde que decido que quiero entender sus razones, parece ser que B me conduce por este enorme espacio de imágenes enunciadamente reveladas. Por eso, en principio, se dedica a trazarme una guía de sus colecciones. Al poco tiempo puedo intuir que, del universo de autores que acoge, B se obstina con temas transparentemente humanos, y que le tiene pánico al olvido.
Luego de entender que no hay vuelta atrás, B parece aceptar que mi curiosidad genuina en la situación merece ser procurada. El evento que lo marca todo, es el día en que me entrega una ficha con el nombre de un argentino. Al reverso, me confiesa que la cosecha de todos sus libros, comienza de la mano de ese primer maestro. La biblioteca que en este momento nos resguarda, probablemente ha germinado alguna tarde soleada por la rue de Seine. Vacila un poco antes de presentarme al autor. —A su manera, este libro es muchos libros. En esta biblioteca también caben múltiples finales. —
Continúa: —De ahí me abro ruta. Poco a poco me doy cuenta de que lo obtengo todo. Viajo a otros sitios, camino mucho. Algún día de 1854, Thoreau me lo dice. Me dice que transformar la cualidad de los días es la más elevada de las artes. Ahora lo entiendo, y voy y vengo continuamente de mí mismo. Soy mi propio embarque, y la biblioteca ordena mis rumbos.
Me pregunta que por qué decido estar aquí ahora, alumbrando las razones de esta gran memoria coleccionada, y desciframos que a ambos nos lesiona la realidad. Nos parece que la forma en que se desarrollan nuestras vidas, no basta para pronunciar todo lo nombrable. Que como piezas que se anclan unas a otras, creemos que construir un gran puente de palabras, nos abre paso. —Yo que me he acostumbrado a leerme en palabras de otros, siento siempre-nueva la necesidad de erigir mi mundo. Dialogo con cada uno de los tiempos que mis libros guardan. Vivo atrás y delante de ellos, ahora mismo también los vivo. Me construyen y nos construimos. —
De pronto, me cautiva la naturalidad con que la que B se reúne en cada uno de sus libros. Observo cada estante que él sostiene. Lo veo de frente, todo en calma a pesar de sujetar siempre, todo el día, ese cúmulo de historias. Nadie lo ha visto ni una sólo vez quejarse de cargar siempre un palabrerío. Me envuelve la sensación de que algo más debe ser contado. Un poco de todo va embarrándose en el habla de B. Su inmutabilidad para ser tutor de este universo de relatos, me recuerda al apego de los primeros que apostaron a escriturarlo todo. La fascinación por alborear con la palabra escrita. todo aquello que se ignora.
Después de este camino, nuestro quehacer comienza a significar una reunión como ninguna otra. Sucedemos al mismo tiempo, junto a todos los libros, y los pasillos de la biblioteca dejan de ser frascos de silencio. Pronunciamos todos los títulos, cada que es necesario. Y tal necesidad, es más bien una rutina de cuidado de la memoria. Extendemos las palabras a lo largo del muro, se embarran en los estantes, se desploman contra el piso, se contagian unas a otras. Hay un momento en que, tan sólo con hallarnos aquí dentro, se libran ecos por todas partes. Nos sobreviene la sensación de vivirlo todo nuevamente, de preservarlo.
Por fin, B suelta delicadamente frente a mí todos los libros que su cuerpo sostiene. Un escalofrío me recorre y sé que ha llegado el momento. Enlisto las condiciones de cuidado que me dicta. Dibujo en mi cuerpo las rutas que deberán tomar los libros. Me visualizo sobreviviendo en una arquitectura de palabras. B señala algunos textos con el dedo y pronto a correr, se deslinda de la biblioteca. Ésta se duplica, la veo siendo cargada por B y la veo -también- encaramarse sobre mis manos, sobre mis hombros y mi cabeza.
B se asoma a mí, me va cubriendo de notitas amarillas adheribles, llenas con nombres de poetas franceses e inventarios absurdamente posibles. Sin urgencia, torna y se planta en el centro de un gran pasillo que se forma entre nosotros dos —Ahora mismo lo pienso todo en palabras de Borges. Pienso en un laberinto de laberintos y olvido mi destino de perseguido. Me siento, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. — La cantidad de obras se dobla, me desprendo del discurso de B y se aleja pausadamente por el corredor.
Él vuelve hacia su propia montaña de libros, se estrecha contra el pecho a Éluard, y lo lee con el entusiasmo precoz de un niño que lo observa todo por primera vez. Desde donde me encuentro yo, llegan a mí sus palabras, que se engruesan a través del pasillo y poco a poco cambian de su voz a la mía. Comme un enfant devant le feu / souriant vaguement et les larmes aux yeux / devant ce payasage où tout remue en moi.
Ahora que termino de escucharlo todo, pienso que sigo viendo sólo una parte. En este momento no me encuentro seguro de rechazar la invitación de B. Sostengo cada libro y pierdo la sospecha de no poder proteger su biblioteca. Pero ahora mismo tengo hambre de seguir letra por letra la historia de todos nosotros, todos los que nos reunimos aquí bajo esta oración. Me percato de que me apetece vagar por las calles e ir tomando todos aquellos textos que me orienten, sumarlos a esta techumbre de letrillas.
También me doy cuenta de que es una ocupación que debe llevar mi nombre, y que cuando se convierta en mi biblioteca, habrá finalmente germinado de mis ojos y enraizado en mi boca. Camino siendo la casa de muchos sucesos, y me llega la impresión de que las bibliotecas no fueron inventadas. De que a diferencia del hogar que nos ve nacer, la biblioteca se aleja de esa fidelidad ciega que no elegimos. Tengo la sensación de que fueron descubiertas, que en algún sitio (que hoy prolongo en mí) el hombre atendió a su deseo, dejó de ser mortal. Yo prefiero ver las cosas así.