De bibliotecas y diferencias, en femenino

8 febrero, 2020
Horse-riding librarians

por Isabel Cabrera Manuel

Durante el complicado periodo de la Gran Depresión por el que pasó Estados Unidos (aunque no exclusivamente) hace casi ya cien años, un grupo de mujeres a caballo fueron las encargadas de hacer llegar ejemplares de gran cantidad de libros a las poblaciones más remotas y afectadas por la crisis económica, como parte del proyecto de impulso cultural que integró la estrategia del gobierno de Roosevelt para hacer frente a la crisis y al rezago social en que cayó una gran parte de la población del país de norte. El papel de esas mujeres fue determinante en la actividad social del New Deal y fueron ellas, bibliotecarias errantes de su tiempo, quienes tuvieran un papel activo en la difusión del saber y el conocimiento en un momento histórico en el que todavía pesaban grandes estigmas en contra de que las mujeres pudieran acceder a la educación y a la participación en los asuntos públicos.

Como nos lo dejó claro Foucault, y más que Foucault la realidad, la relación entre poder y saber es tan estrecha que la gestión del saber es quizá la estrategia más efectiva para el ejercicio del poder. Quien sabe, puede. A quien se le niega el derecho a saber, se le somete a las formas hegemónicas del poder. En un mundo en la que la ideología patriarcal ha negado y arrebatado sistemáticamente el saber a las mujeres, vemos el reflejo de una forma de poder vertical y excluyente, que subyuga no sólo a través de la violencia explícita de la fuerza, sino también de esa que caracteriza a la imposición del silencio y la ignorancia.

Afortunadamente el saber es mucho más que la validación heteropatriarcal que tenemos del mismo, ese que ha encontrado su consagración en los discursos académicos, legales, o de la ciencia occidental, de la palabra de hombre (sea este hombre o deidad) que abarrotan las estanterías de las bibliotecas. El saber es saberes, así, en plural; se constituye de una riqueza muchísimo mayor que aquella que sirve a la conservación del orden establecido de las cosas, lo hacen más personas que quienes ostentan títulos otorgados por el mismo orden de cosas para no ser desordenado o las (en apariencia) variopintas instituciones que los representan. Contra la imposición de una forma de poder, las luchas por la reivindicación y democratización de los saberes.

Todo lo anterior tiene que ver con mujeres y bibliotecas. Quisiera aprovechar mi primera participación en este espacio de ideas para hablar de algunas de las cosas que más me importan, que tanto por mi profesión como por mi sexo, me competen de forma directa. Qué mejor tema que las bibliotecas. Quisiera entonces hablar no de las bibliotecas personales, esas colecciones de papelitos y palabras cuidadosamente armadas por quienes tenemos el privilegio y la ocasión de disfrutarlas, por modestas que estas sean. Pienso más bien, en la mucho más importante empresa de la biblioteca pública, de esa que no es privilegio individual y que no necesariamente obedece a criterios personalísimos y excluyentes, sino al experimento social, que no por social es menos pretencioso y megalómano, que es la biblioteca pública. A esa biblioteca, las mujeres entramos a caballo.

El paradigmático caso de las bibliotecarias con el que inicié, ha de contrastarse frente a la realidad que le precedió con tan sólo unas décadas, menos de medio siglo: a las mujeres no se les permitía acceder a las bibliotecas ni consultar sus acervos hasta hace relativamente poco tiempo; en algunas partes del mundo, aún está prohibido. Si como visitantes las mujeres no eran bienvenidas, imagine usted, lectora, lector, que el número de autoras que formaban parte del acervo de las bibliotecas del mundo eran prácticamente nulas y casi inexistentes también las mujeres a cargo del cuidado y gestión de los mismos.

Pensamos ahora en las bibliotecas como “templos del saber”, lo que quiera que signifique esa pedante expresión que tanto me molesta. Pero no hace falta mucha reflexión para darnos cuenta de que, en primer lugar, la visión “humanista” (otra pedante y androcéntrica expresión) de las bibliotecas es cosa de reciente invención y que anteriormente jugaban un papel muy específico en la forma en la que se aprisiona el saber que definitivamente no estaba a disposición de cualquiera, mucho menos de las mujeres. En segundo lugar, que los acervos que constituyen a las bibliotecas distan mucho de ser “universales”, no sólo por la imposibilidad que ello implica, sino principalmente porque las bibliotecas han servido desde siempre no como espacios de construcción colectiva, sino como fortalezas que trazan límites de exclusión, fronteras que marginan los campos de decibilidad, de lo que puede ser pensado y por lo tanto de lo que en estricto sentido tiene o no lugar dentro del mundo que constituimos, del que nos apoderamos.

Tradicionalmente, el saber asociado a las mujeres, calificado de superchería, saber menor, apenas sentido común o gregario (que tanta, pero tanta falta nos hace) no había tenido lugar en esos espacios inmaculados de las bibliotecas, a menos que fuera firmado por un hombre. Tampoco se le hacía lugar al que contaba con las formas más cercanas al “estándar” masculino. Típicamente, las mujeres damos cuenta de nuestros piensos, prácticas, procesos y sentires de manera más directa, cuerpo a cuerpo, en la oralidad o en el ejercicio mismo de aquello de lo que tratamos. El trámite de la escritura, de la esquematización gráfica de los saberes de las mujeres no se vio reflejado en documentos inertes porque ello toma tiempo, que es lo que menos hemos tenido las mujeres. Porque además eso cuesta dinero y tanto capital como ciencia han sido cosa de señores. Porque para poder acceder a esos templos del saber se requiere, literal, la credencial de miembro y el criterio no lo cumplimos.

Resulta sintomático cómo antes tuvo que colapsar la economía para que las mujeres pudieran tener un papel más activo en la gestión del saber y el conocimiento que implica la idea de una biblioteca. La idea misma de biblioteca tuvo que cambiar, perder su espacio físico y su tradicional esquema de fortaleza con barreras y candados, casi como condición para que las mujeres pudieran tener acceso a sus tesoros. Más que tratarse de un cambio en el que las mujeres pudieran entrar a las bibliotecas porque por fin tuvieran “permiso” a saber, las bibliotecas se vieron en la necesidad de salir de sus aposentos y ponerse también en manos de mujeres para subsistir y con ello, quizá, lograr uno de sus objetivos más nobles, producto de la reestructura que implicó la idea que tenemos de las mismas: la democratización de los saberes, de la que las mujeres no sólo tomaron parte activa, sino quizás fundamental, dado que la forma en la que históricamente hemos compartido nuestro conocimiento con las otras y con los otros, ha sido más horizontal y gregaria. Socialización del conocimiento, le llaman.

En este mundo en el que el saber es moneda de cambio ha habido grandes depresiones que paradójicamente han sido consecuencia de los mismos principios que a toda costa (pero principalmente a costilla de quienes menos tienen) se han tratado de sostener. Así como el capital no se mantiene a sí mismo, así el saber, cuando es autofago, deja de ser relevante, significativo. Sumado ese hecho a la lucha de las mujeres por la consecución de sus derechos, del acceso a la educación, a la posibilidad de ejercer más trabajos que los de cuidado y que estos fueran remunerados, hemos visto poco a poco cómo la participación de las mujeres ha ido aumentando y siendo cada vez más notoria en la vida pública y en la de los espacios consagrados al conocimiento. Tal es el caso de las bibliotecas, en las que lentamente encontramos cada vez más mujeres en los anaqueles, delante y detrás de los mismos.

Es curioso cómo fue más sencillo que los libros recorrieran kilométricas distancias en manos de mujeres y en las grupas de caballos, antes de que los roces de las faldas fueran cosa aceptada en las bibliotecas. Algo ha cambiado desde entonces. En la actualidad, el porcentaje mayor de visitantes de las bibliotecas y de lectoras, somos las mujeres. Detrás de los anaqueles, también es otro el panorama: la profesión de bibliotecaria es una en donde también son considerablemente más numerosas las mujeres. Eso sí: con sueldos y responsabilidades mayores a las de los varones con los que comparten el oficio, pero con menos obras de sus congéneres en las manos. Además, las bibliotecarias luchan contra un estereotipo que sesga la posibilidad de que nos planteemos la importancia de la participación de las mujeres en la construcción, pero sobre todo en la compartición del conocimiento, que se supone es la razón misma de las bibliotecas contemporáneas. Sin romantizar la labor de cuidados que se ha naturalizado e impuesto a las mujeres en prácticamente todo el mundo, la vida cultural de las bibliotecas, la forma en la que han abierto sus puertas para que lleguen a ellas más personas o en la que han rebasado su territorio, para llega a más personas, ha ido de la mano de la participación de las mujeres en las mismas. Personalmente, tengo todo qué agradecer a las mujeres con las que he convivido en esos espacios, siempre dispuestas a que los libros y los acervos no sean sólo eso.

Así pues, en faldas, en caballos, o en lo que sea, las mujeres reivindicamos nuestro derecho a participar activamente de los campos del saber y a que esos campos tengan otros horizontes que aún ni siquiera imaginamos, que esos horizontes sean cabida para muchas voces, muchos ojos, muchas manos, en vez de que se excluya en función de edad, de raza, condición social o genitales.

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