por Rolando Abúndez
Para Daniela, Rebe, Joaco, Regis, Sebas e Iñaki
El aire frío que se colaba por las ventanas del comedor terminó por despertarme. Era invierno, tenía cinco años y sí, yo dormía en el comedor en una cama-litera plegable que con un simple movimiento hacia arriba, “desaparecía”. Aquella mañana, igual que muchas otras, pasé un buen rato recostado en la cama inferior de la litera, observando los libros de los dos enormes libreros de caoba que inundaban el comedor de piso a techo con su presencia. Ambos tenían puertas de cristal y cerradura. Aún no sabía leer muy bien, pero me entretenía observando los tejuelos de aquellos hermosos volúmenes con pastas de papel y piel, letras doradas y de distintos tamaños. Los había rojos, verdes, blancos, ocres y algunos estaban en francés, inglés y hasta alemán.
Vivíamos en casa de la Tía Paz y los libros eran del Tío Panta, fallecido mucho antes de que yo naciera (se llamaba Pantaleón, pero mi mamá siempre se refería a él como “Panta”, diminutivo que por algunos años yo asumí como un nombre real, chistoso y extraño).
En casa nadie leía esos libros; eran como piezas de museo exhibidas en una vitrina y yo, como visitante de ese museo casero los admiraba detrás del cristal en cada comida. Mientras en otras casas las vitrinas que se colocaban en el comedor ostentaban vajillas de todo tipo con “recuerdos” de fiestas pasadas —vasos que decían cosas como “Rosita, recuerdo de mis quince años”—, en casa, las “vitrinas” estaban llenas de libros.
Cohabitábamos nueve personas en el número 135 de la calle 17, y aunque los cuartos eran amplios, el espacio debía compartirse entre mis padres, mis tres hermanas, la Tía Paz y dos invitados que nunca entendí bien a bien cómo es que llegaron a casa. Los libros eran testigos fieles de nuestra cotidianidad; frente a ellos comíamos, hacíamos la tarea, discutíamos, jugábamos, peleábamos y festejábamos cumpleaños, aunque algunas veces, también llorábamos a nuestros muertos porque en casa se acostumbraba velar a los difuntos en la sala o comedor.
De los libros que estaban, literalmente a mi altura, algunos títulos me causaban más curiosidad que otros, El año cristiano de Juan Croisset, por ejemplo, me hacía pensar en el último año de la vida de Cristo y por muchos tiempo creí que se trataba de un libro de aventuras. En aquellos libreros, la palabra Cristo y sus derivados aparecían por todas partes, recuerdo una serie de tres tomos gruesos con el título Los héroes del cristianismo.
Conforme fui creciendo, mis camas y lugares para dormir también fueron cambiando. Estaba en el tercer año de la primaria, ya no dormía en el comedor y entonces mis padres y las circunstancias me habían instalado en plena sala, en una vieja cama de latón que había pertenecido al tío “Huechitos”; otro tío cuyo nombre real era Wenceslao, hermano de Panta a quien todos, creo por cariño, le llamaban “Huechos” o “Huechitos”. Tuve una niñez llena de tíos; unos vivos y otros muertos, pero todos presentes.
Las cosas, la vida, los lugares para dormir y las camas cambiaban, pero mi curiosidad por los libros del comedor y la cerradura de los libreros seguía igual. Una mañana de verano, absorto en los títulos que ya me sabía de memoria, intenté abrir las puertas de uno de los libreros. Jalé con cuidado una de ellas y me di cuenta de que aunque la chapa estaba cerrada, los pasadores de arriba y abajo no estaban puestos, de manera que, si seguía jalando con un poco de fuerza, muy pronto tendría un mundo nuevo entre mis manos. Estaba muy cerca de finalmente poder tocar y abrir aquellos libros, una enorme sonrisa comenzaba a dibujarse en mis labios pero fue interrumpida por la voz, siempre bajita pero firme, de la Tía Paz detrás de mí preguntando “¿qué haces muchacho? Dejaiquenoesai.” Frase que usaba para darnos a entender que no tocáramos las cosas.
Los días fueron pasando, las tareas escolares poco a poco se hicieron más extensas y mi estatura, que también se incrementaba, me permitía ver los libros que estaban en los anaqueles que unos años atrás no alcanzaba a ver. Así, encontré un libro que de solo leer su nombre me ruborizaba — tenía escasos siete u ocho años y me encontraba en la etapa más fanática de mi fugaz catolicismo que un día se fue para no volver— . Aquel libro tenía el lomo amarillo y con letras negras anunciaba su título: Lo que debe saber el hombre a los 45 años. Aún no entiendo por qué ese título me hacía pensar cosas que yo, en esa temprana edad y azuzado por la mojigatería católica, tachaba de impropias. ¿Qué debería saber un hombre a esa edad? Confieso que fue casi cercano a los 45 años que tomé el libro y descubrí sus secretos que me hicieron reír casi hasta las lágrimas.
Comencé el quinto año de la primaria y un hábil vendedor de libros convenció a mi papá de comprar, a pagos, el Gran diccionario enciclopédico ilustrado de Selecciones del Reader’s Digest que, creo, todas las familias mexicanas terminaron comprando. No tardé mucho en entender cómo funcionaba, y pasar las hojas de esos 12 tomos organizados en orden alfabético me quitó un poco la curiosidad por los libros encarcelados en los libreros del comedor. No obstante, yo seguía siendo visitante frecuente de aquellas vitrinas hasta que aproveché la ausencia de la Tía Paz, quien estaría fuera de casa por un par de días en su acostumbrada visita a su casa en Tepoztlán, para armarme de valor y abrir uno de aquellos libreros.
Es probable que los lectores más jóvenes se sorprendan y sientan que el autor de este artículo exagera cuando hablo de mi indecisión para abrir un librero, sólo explico que en casa, y tal vez en muchas otras, era costumbre pedir permiso casi para todo; por ejemplo, para ver la televisión, era necesario pedir el consentimiento de mi madre, mismo que se concedía o no de acuerdo al comportamiento que había tenido durante la tarde o bien si había terminado la tarea o algún mandado que me hubiera encargado. Entonces, si un librero tenía llave, el dueño no esperaba que éste se abriera sin su permiso.
El primer recuerdo del momento en que abrí uno de esos libreros y que aun sigue fresco en la memoria es el olor a papel viejo. Más allá de ser desagradable, es un recuerdo que me hace sonreír; tener decenas de libros frente a mí, sin un cristal de por medio fue extraño, me sentí como mosquito en una playa en verano, no sabía por dónde ni con quién empezar. Finalmente podía leer las aventuras de Cristo en el librote de Croisset, que más tarde descubrí que tal mamotreto no era otra cosa más que un inventario de nombres para cada día del año con una reseña del santo correspondiente. También estaban los otros libros que no tenían el título en el lomo y que por lo mismo desconocía su nombre. Como todo niño, decidí irme por aquéllos que tuvieran ilustraciones, así que bien rápido descubrí que habría muy pocos que cumplieran con ese criterio de selección.
El libro con más ilustraciones que encontré, luego de varios días de búsqueda frustrante terminó por espantarme; se trataba de una versión de Caperucita de finales del siglo XIX. Escrita en alemán, con letras góticas y dibujos muy lejanos a la estética contemporánea, narraba, en general, la historia de la caperuza. En este cuento el lobo sí se come a la abuelita, el leñador va por él, lo mata, lo abre en canal y saca a la abuelita de las mismísimas entrañas ensangrentadas del lobo muerto. Por supuesto que no entendía alemán, y mucho menos era capaz de entender las fuentes góticas, pero los dibujos, créanmelo, eran lo suficientemente explícitos para entender el mensaje y no volver a abrirlo nunca jamás.
No pasó mucho tiempo para que la Tía Paz descubriera que yo abría y cerraba los libreros a placer, y lejos de reprenderme, se hizo de la vista gorda y en un amoroso acto de complicidad me dejó ser hasta llegar al punto en que yo sacaba libros frente a ella sin pedirle permiso, eso sí, con la autodisciplina de devolverlos a su lugar cuando ya no los necesitara.
Fue en esa preciosa y muy querida biblioteca donde inocentemente encontré las primeras mujeres que vi desnudas en mi vida; en una de las muchas tardes que pasé hojeando libros me topé con uno de fotografías del museo de Louvre. Era un libro de formato grande, del tamaño de los cuadernos de dibujo que nos pedían en la primaria. En la portada, un dibujo de Art Nouveau engalanaba el nombre de la editorial, Le Panorama. Con curiosidad pasé de la guarda a la primera página para descubrir que estaba en francés y con la espontaneidad y chispa que todo niño tiene a esa edad, leí la portada divertido y arremedando el acento francés: “Le Panorama, Nos Musées Nationaux. Le Louvre et Le Luxembourg. Photographies de la Maison… “ no entendía nada, pero el libro no requería leerse, eran fotografías de algunas pinturas del Louvre. Y como si se tratase de la Playboy o la Penthouse, guardando las debidas proporciones, la página siguiente a la portada mostraba el cuadro Diane au Bain, de Boucher, que presenta a dos hermosas jóvenes francesas desnudas, sentadas en un paraje en algún bosque francés. A este cuadro le seguían muchos más con desnudos artísticos siendo mis favoritos el de Floréal de Collin y el de Artemisa, de Joseph Wencker. No es difícil imaginarse que éste se volvió, de inmediato, mi libro favorito.
Los años pasaban y yo no paraba de abrir y cerrar aquellas puertas de caoba. Lentamente dejé de buscar los libros con ilustraciones y comencé a interesarme en los otros títulos; en un proceso muy natural, pasé de hojear libros, a leerlos. Quo Vadis fue una de las primeras lecturas que me enganchó. Se convirtió en ese libro que uno no quiere dejar de leer hasta terminarlo. Como todo lector incipiente, mis criterios de lectura eran simples; una vez que terminaba un libro el siguiente era el que estaba al lado. Así me topé con México y sus leyendas, varias enciclopedias que me entretenían bastante como los diez tomos de la Historia Universal de César Canntú, encuadernados con tapas rojas y con lomos de piel, y El hombre y la tierra de Eliseo Reclus.
Comencé la secundaria y con ella llegó la lectura de los clásicos. Yo nunca fui consciente del tesoro que el Tío Panta, sin saberlo y mucho menos planearlo, había dejado para mí. Mientras mis compañeros de escuela leían pedacitos del Quijote en los libros de Lucero Lozano, yo tenía una edición encuadernada en piel en dos tomos con ilustraciones de Doré, y leí todas las fábulas de Lafontaine en una preciosa edición ilustrada impresa en España. No fue sino hasta que conocí en la preparatoria a Héctor Hernández, maestro, historiador y ahora entrañable amigo, que me di cuenta de lo afortunado que fui en mi accidentada formación; un chiripazo de la vida que me hizo aterrizar en una hortaliza de libros.
Esos libros que me acompañaron en la infancia eran viejos, como casi todo lo que había en la casa que vivíamos, que también era vieja como los tres hermosos viejos con los que crecí: la Tía Paz, “Elseñoreve” (a quien siempre llamamos así a pesar de llamarse Everardo) y María Rosas Huerta, su esposa, mejor conocida entre nosotros como Mary o “Merry” como solía llamarla Elseñoreve. El matrimonio, amigos de la Tía Paz, vivía más o menos independiente de nosotros en dos cuartos que estaban al fondo de la casa desde no sé cuando.
Los libreros, a quienes siempre imaginé como dos guardias custodiando el comedor fueron y aún hoy siguen siendo un baúl de verdaderos tesoros. Entre sus anaqueles me hice bibliófilo, y es que uno no podía evitar enamorarse de libros que eran verdaderas obras de arte, como el misal que un día descubrí dentro de su caja de piel en la que descansaba en una cama de terciopelo. Con gruesas pastas de cuero repujado, un óvalo se abría a media portada para dar espacio a un crucifijo de marfil. Para hojearlo era necesario abrir un brochecito de metal colocado a mitad de las tapas. Su cortes superior, inferior y delantero estaban cubiertos por una pintura de oro y al abrirlo las hojas eran delgadísimas y suaves al tacto. Un objeto-arte hecho para admirarse más que para leerse y cuando quise hacerlo no pude, porque estaba escrito en latín.
En los años que transcurrieron entre la secundaria y la preparatoria, los libros del Tío Panta me fascinaron por su edad. Aun recuerdo la alegría y sorpresa que me producía abrir un libro, buscar el año de publicación y toparme con números como MDCCLXXV (1775). En ese momento hacía un cálculo rápido de la edad del libro y nuevamente reía de asombro; entre mis manos tenía un viejo de 213 años de edad. Entonces, mi mente volaba y pensaba en el autor, sus ropas, lo veía escribiendo el libro, imaginaba sus lectores, el viaje del libro a México y todos los momentos históricos por los que había pasado. Después de unos minutos, con respeto, comenzaba a leer las primeras páginas. Casi todos esos ejemplares eran libros con temas religiosos, vidas de beatos o disertaciones sobre alguna virtud. Luego de un rato de lectura, y siendo consciente de la responsabilidad que implicaba tener una cosa así de vieja entre mis manos lo cerraba con cuidado y lo regresaba a su lugar.
A pesar de no haber conocido en vida al Tío Panta, sus libros y objetos personales que también estaban en los libreros, me dieron un retrato de su personalidad. Aquellas hermosas y enormes cajas de caoba no sólo contenían libros, había una historia de vida que era posible descifrar gracias a la colección de objetos personales que ahí se habían guardado, objetos como plumas fuente, manguillos, tinteros, pisapapeles con figuras de bronce, binoculares para el teatro, cartas, programas de ópera que se amontonaban en varios folders, me daban pistas de sus gustos, los diccionarios de francés, inglés, alemán, italiano y portugués, junto con los libros en esos idiomas me decían qué tanto los hablaba. La primera vez que hojeé La divina comedia fue en una edición italiana de principios del siglo XX. Ahí encontré el Curso de filosofía positiva de Comte mucho antes de haber comenzado la licenciatura en filosofía, allí también encontré las obras completas de Chateaubriand junto con muchos títulos más; lecturas de las que ya recuerdo muy poco, pero que disfruté mucho.
Afortunadamente, la biblioteca de Panta sigue intacta y resguardada tras los cristales de las puertas de caoba que hace más de 40 años me atreví a abrir. Esos libreros que ahora resguardan la recámara de mi madre y a los que ya nos les cabe más nada, se han enriquecido con mis libros y los de mi mamá. Hay muchos títulos que aún están esperando ser leídos por mí o por las nuevas generaciones de sobrinos, esta vez los míos, que tal vez, al igual que yo, en las visitas a casa de la abuela, algún día se planten frente a esas vitrinas y con la misma curiosidad que yo tuve a su edad, se atrevan a abrir la puerta y comiencen a hojear el principio de su historia.
Muy interesante. A mi no se me habría ocurrido escribir sobre la «casi» biblioteca que teníamos en casa, con mis padres y luego yo en la mía, por mis hijos. Tuve más de 5 enciclopedias y colecciones de libros de lectura de Grolier, del Reader Digest, etc. Es muy padre saber que habemos todavía personas interesadas en la lectura. Yo tengo como 200 libros y han viajado conmigo en todas mis mudanzas. Son sagrados para mí. He leído como la mitad y ahorita estoy leyendo uno. Saludos.
Que bonita historia es así como los legados culturales familiares pasan de generación a generación formando lazos indecibles .
Gracias! He disfrutado mucho tu lectura que hasta me dieron ganas de leer esos libros. Como siempre, un placer leerte.
Simplemente no pude dejar de leer… como buen escritor me llevaste frente a esas vitrinas y pude hasta oler las páginas viejas de papel… que gran momento! Irremediablemente esta lectura me llevo a un “flashback” de mis propias vivencias…
En esta historia fui cómplice de tu curiosidad, y ansiaba ver también de puntillas , si podría alcanzar a ver más títulos de los que rebasan mi vista.!
Me encantó tu relato! Me hizo recordar mi propia infancia, que también estuvo rodeada de libros y libreros. Muchas gracias.
Muchas gracias por compartir tan hermoso relato. Me transportó a mi niñez ya que mi padre llevó a casa esa enciclopedia de Selecciones con la cual realizabamos nuestras tareas. Fue la “gran sorpresa” que le obsequiaron a mi hermano por sus quince años. Saludos!
He leido con mucho deseo tus comentarios y me han dejado asombrado que desde muy temprana edad hayas acostumbrado a tu mente a ser acuciosa en esta materia de leer, de buscar nuevos horizontes, de abatir al abstencionismo de una buena lectura. Te felicito por ello y al destino por haberte puesto tan gran coleccion de libros, que hasta , perdon por la comparacion, me parece estar leyendo la infancia del gran Maestro Jorge Luis Borges. Saludos
Delicioso relato!!!!! Lo disfrute de principio a fin. Gracias por compartir este talento. Eres un gran escritor.
El amor por nuestra infancia es lo que he encontrado en tu relato. Tantos años y tantas cosas (como esos dos invitados permanentes) que hilvanas con la biblioteca. ¿Hacia qué recuerdos volverán nuestros hijos?
Utilizas la escritura de una forma tan magistral que nos haces vivir lo relatado. Nos haces oler, ver los detalles, sentir las emociones, anhelar estar ahí. Eres genial, te felicito.
Como siempre muy buenas tus historias Rolando, gracias por compartirlas y si efectivamente esa famosa enciclopedia de 6 tomos que todas las familias mexicanas adquirimos en cómodas quincenas (Larousse fue la nuestra) también la tuvieron mis hijos, acabo de heredarsela a Franco y Ernie después de 28 años que nos acompaño en tres mudanzas, un abrazo!!
Jorge Jufresa
Gracias por darnos oportunidad de mantener vivo el romanticismo de habérselas con libros de carne y huesos, placer que también se cultivó en casa de mis padres y la de mis abuelos. Admiro tu retrato de esa fascinación por la cosa impresa, sobre todo: ¡tan bien impresa! La letra no necesariamente entraba con sangre , ahí donde era posible dejar errar a los escuincles entre esas bestias magníficas hoy en peligro de extinción. Me pregunto qué huellas dejarán los tíos Panta del futuro. ¿Suscitarán la misma curiosidad los rastros que dejamos en la Red y en la Nube?