Graffiti

16 noviembre, 2019
Lost in New York

por Joel Grijalva 

Una de las tradiciones que acompaña al advenimiento de las grandes ciudades es el graffiti. Las urbes se pueblan de muros y el barroquismo inherente al hacinamiento busca llenarlos, saturarlos de expresión, puntos de vista, comentarios. Historias de amor, protestas, anuncios, las paredes son páginas que podemos llenar de literatura, color, vulgaridad y publicidad; son los medios para coordinar la rebelión, el twitter de concreto. En los callejones y vagones del metro de Nueva York volvió a nacer el graffiti, y de ahí se exportó al resto del mundo, al ritmo de breakdance. El graffiti es la glosa que el propio texto contiene, el comentario que forma parte del discurso. Intentaré, a la distancia, dejar mis dos rayones en las paredes de la moderna Gomorra, y con ello habitarla, aunque sea de palabra.

1. De ciudades, shaolín y los hijos de Adán

Nueva York es la Ciudad de mi tiempo. En ella imagino todas las virtudes y defectos de la urbanidad. Desde la década de 1980 ahí transcurren mis fantasías apocalípticas y las historias de amor. Ahí ocurre el regreso a Ítaca de los Warriors y viven los Humanoides Caníbales Habitantes del Subsuelo (C.H.U.D., por sus siglas en inglés). También ahí, en el lado Oeste, sucede la tragedia de Romeo y Julieta. Ahí se conocieron Harry y Sally. Ahí desayunó Holly frente a los aparadores de Tiffany’s.

No obstante, por años pensé que Nueva York era mi Ciudad porque yo vivía acá, en el Nuevo Mundo. El de las ciudades y provincias renacidas. El de la Nueva Galicia, el Nuevo León, el Nuevo México. Las Guadalajaras, Córdobas, Cartagenas, Medellines. Así lo creía todavía cuando crucé el charco, cuando visité Barcelona, la europea, y cuando le anuncié a un amigo catalán que alguien me ofrecía hospedarme algunos días en Londres. De inmediato, él me aconsejó aceptar la oferta, no podía perderme Londres, la gran capital del Viejo Mundo, la “Nueva York de Europa”, dijo. Y bastó esa observación para que mi percepción acerca de las grandes capitales se reconfigurara, Nueva York era la referencia mediante la cual se entendían todas las ciudades, las de allá y las de acá; sus antecesoras y sus posibles sucesoras. Las metrópolis se comportan, para mí, desde ese instante, como las artes marciales y los libros sagrados.

El kung fu y la Biblia tienen en común su culto por el linaje. Los artistas marciales son capaces de rastrear sus enseñanzas, formas y maestros hasta el establecimiento del templo Shaolín en el sigo V, e incluso antes, en la legendaria época del Emperador Amarillo. Ser alumno es pertenecer a una tradición, constituirse en un eslabón que se engarza entre pasado y futuro, entre la conservación del arte, y el cambio y la adaptación. El Antiguo Testamento dedica parte de sus esfuerzos a ofrecer listados precisos de sucesores; en el Génesis, uno a uno, se nos revelan los patriarcas, desde el primer hombre hasta Noé. De manera que podemos datar así los años del planeta —unos pocos menos que los que tiene el kung fu, por cierto— y saber las portentosas edades que alcanzaban los seres humanos cuando no había nada que hacer.

Me parece que algo similar ocurre con las ciudades. Cada cierto tiempo, una metrópolis se erige en modelo y eje del mundo. Ur, la primera gran ciudad, cedió paso a Babilonia, y a ésta le siguieron Tebas, Cartago y Alejandría (la egipcia). Y siguieron Roma, Constantinopla, Hangzhou, París. El centro ha cambiado de país y de continente, la Ciudad se muda geográfica y culturalmente —como una temporal Fortaleza Negra en el Krull llamado Tierra, que desaparece de noche para mudarse, azarosamente, al amanecer—; su antecesora, su maestra, pocas veces habla el mismo idioma.

Para Nueva York ha comenzado la noche. Y al amanecer, la “nueva” Nueva York habrá regresado, quizá a Medio Oriente, o a Asia. Bob Harris, en Lost in translation, es un actor estadounidense, muy probablemente neoyorkino, que viaja a Tokyo para realizar unos comerciales de un whiskey japonés. Hay dos escenas en la película que me gustan mucho: En la primera, Bob camina por la calle, voltea hacia arriba y observa con azoro los edificios y los letreros luminosos; la gran ciudad lo abruma. En la segunda escena, amanece y las cortinas de la habitación del hotel se descorren de manera automática, Bob simplemente es testigo de la modernidad, que lo rebasa y lo descoloca. El asombro que Nueva York producía en quienes la visitaban durante el siglo XX, es el mismo que ahora los neoyorquinos experimentan cuando visitan Dubai, Shangai, Hong Kong, Tokyo. Como dato curioso, el hotel en que ocurre casi toda Lost in translation cuenta con un “New York Grill”, un hermoso guiño al cambio de estafeta.

2. Una ciudad en la mesita de noche

“Un clásico es un libro que todos hemos leído aunque nunca lo hayamos leído”, afirmaba mi profesor. Él conocía al autor de la idea cuando lo citaba, o por lo menos se la atribuía a alguien. Yo eso lo he olvidado. En fin, un clásico, en literatura, es un libro que ha desbordado los límites de las palabras que lo contienen. Es un texto emancipado.

Conocemos al Quijote y a Sancho Panza, y no tenemos memoria de quién nos los presentó o cuándo; sin embargo, sabemos que son los dos señores que habitan el monumento aquel, la anécdota aquella, el episodio de los molinos de viento, un lugar de la Mancha de cuyo nombre no queremos acordarnos. Ah, y nos han dicho que protagonizan una novela, ¿o será una película? También hemos visitado el infierno, sabemos de las llamas y de los lamentos, de su consistencia de entraña. Sabemos que Beatriz nos puede salvar de él. Incluso lo llamamos dantesco. Todo aunque nunca hayamos posado nuestros ojos sobre la Commedia. Y lo mismo les ocurre a Hamlet, a Jean Val Jean, a la kafkiana época que vivimos. Sin leer hemos leído mucho.

Nueva York es un clásico. No necesitamos haberla visitado para habitarla desde siempre, para sentir cómo sus calles y avenidas, sus parques y sus monumentos conviven con las calles y monumentos de las otras ciudades, las que sí hemos leído de primera mano. Hay muchos lugares que he visitado una sola vez, ciudades por las que he pasado con prisa, distraído o sin interés; pero a Nueva York he ido cientos de veces con la atención puesta a punto. A veces he acompañado al protagonista de una novela que camina por sus calles y traza nombres enormes durante el recorrido; otras veces la visito en blanco y negro, y me dejo guiar por los movimientos de cámara de un director de culto; o arribo a todo color y me río cada sábado por la noche, en vivo. La he visto en taxi, en el metro, desde un autobús, desde el espacio y llena de tiburones. La he soñado en un sueño en el que la vi como “una ciudad invencible frente a los ataques / de todo el resto del mundo”.

Sin embargo, los clásicos, así hayan sido leídos figurativamente, merecen de nosotros, de quienes los amamos, la cortesía de la lectura literal. Después de la recepción indirecta, de la intuición de sus detalles, de la sensación de su sintaxis; por respeto, hay que leerlos. La grandeza de Don Quijote y de la Commedia se sospecha en sus repercusiones, y se comprueba en su lectura. Se debe leer Fausto, se debe presenciar Las Meninas, se debe visitar Nueva York. Para saber por qué las conocemos, por qué todos las conocen, por qué se obstinan en formar parte de nuestra vida.

Sé que con Nueva York ocurre lo que con el resto, con El ciudadano Kane, con Moby Dick, con La guerra y la paz, con Crimen y castigo, con La piedad, con la Novena sinfonía de Beethoven: contiene y supera con creces todas las referencias, comentarios, glosas y derivados. Nueva York es simultáneamente la ciudad de la King Kong de 1933, la de 1976 y la de 2005; las contiene a todas, pero ninguna la rebasa o la atrapa. Las tres son meros atisbos, incompletos, una milésima parte.

En la mesa de noche amontono las obras que he de leer; esperan con paciencia para volver a ser leídas, y ser leídas por primera vez. Ahí mismo se agazapa una ciudad hecha de “Innumerables calles concurridas, grandes alturas de hierro, esbeltas /finas, ligeras, que se elevan espléndidamente hacia los claros cielos”, quizá pronto consiga un boleto de avión y me mude, por unos días, de la contraportada a la primera página.

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