por Noemí Martínez Sánchez
Uno de los eventos que mejor recuerdo del 2001 es la caída de una de las torres gemelas. Me encontraba en casa absorta en alguna película cuando irrumpió la noticia: ¿Ya viste el video? ¿Qué video? El del avión estrellándose, yo no entendía bien, Logramos comunicarnos con JJ. La ciudad está hecha un caos. Parece que la zona donde habita no se vio directamente afectada. Lo que siguió fueron largos minutos de silencio. Sintonizamos por tele abierta el boletín de último minuto y abracé con fuerza a mi pequeña hija sin distinguir el filme del noticiario.
Durante la edición número 34 de mi cumpleaños recibí una paradójica felicitación, Valeria me abrazaba, adjunto al correspondiente beso susurró: Te estás poniendo viejita. Desde que arribé al tercer piso me preparaba para el cumplido, repliqué en mi defensa que no había llegado siquiera a la mitad del camino de la vida, de cualquier forma la enhorabuena resonó al interior de mi cabeza. Al cabo de un par de noches reparé en que si bien aún me restaban alrededor de 360 amaneceres antes de comenzar el descenso, justo en ese momento le doblaba la edad. Me hallaba en el zenit, el punto más alto posible respecto de la diferencia de edades que lograríamos tener mi, ya no tan pequeña, hija y yo. En lo subsecuente esa cavilación se convirtió en mi más poderoso argumento, a cada nueva ocurrencia alusiva a mi decrepitud objeté: “Lo siento por ti, querida. De ahora en adelante lo único que queda es emparejarnos. Piénsalo así, cuando naciste la diferencia entre nuestras edades era del cien por ciento, misma que con el transcurso de los años ha ido disminuyendo, precisamente ahora atravesamos la mitad. Yo ya no podré ser mucho más grande que tú, en todo caso has de alcanzarme”. No estoy segura de la respuesta, en cambio puedo afirmar que reímos mucho y durante un largo periodo aproveché cada oportunidad —al fallar mi memoria, al vislumbrar una nueva cana, incluso cuando el dolor de ciática— para repetirle mi conclusión.
La pequeña creció, como sus sueños. El esbozo de cálculos y planes se apreciaba en lontananza. Un buen día me invitó a acompañarla a una charla sobre un programa de intercambios. Empezamos el trámite, continuó el proceso de selección, sopesamos los pros y los contras de cada una de las propuestas y las ciudades. Apareció Nueva York, después de ésta ninguna otra fue competencia. Inició la cuenta regresiva, los preparativos, las despedidas. Yo no asimilaba bien lo que ocurría. De pronto nos encontré a mi familia y a mí en el aeropuerto despidiendo a la “flamante”* Valeria, en eso cayó la ficha: ¡Mi bebé se va!, ¡ingenua de mí, y se va con mi consentimiento!, ¡me tendió una trampa!, ¡me quedo sin hija y lo peor es que contribuí a hacerlo sin por lo menos darme cuenta!
Comenzaron a llegar los reportes neoyorkinos. El shock cedió. Con frecuencia me imagino siendo parte del elenco secundario de una versión actualizada de Friends: uno de los primeros episodios celebra la conglomeración de nacionalidades e idiomas, al fondo de un comercio se escucha hablar a una latina en un dialecto del español, entonces los personajes se vuelven una fiesta andante; otra temporada trata del reencuentro con el amor y de cómo el arte embarga al adorable par, recorren juntos teatros y museos, se conmueven frente a un Monet, ella llora sin poderse explicar el porqué; algunos capítulos después el escenario cambia, ahora es en una estación del metro donde un gringo amable y preocupado percibe la angustia de la protagonista, pregunta si todo va bien; sin saberlo desmitifica al lamentable arquetipo trumpiano.
La ciudad de mi imaginario se deconstruye al ritmo de los doce mil pasos diarios que recorre una de las extensiones de mi vida. Mis referencias se multiplican, cobran vida. Se integran a mi cotidianidad nombres como Manhattan, Brooklyn, Rockefeller Center, St Patrick’s Cathedral, Central Park, Long Islad, Hudson River, The Hamptons, Broadway, SoHo, MoMA o NYU. Ahora bien, para mí Nueva York es un nuevo punto de partida, la ciudad incubadora de viajes y proyectos, un álbum que contiene una serie de felices fotografías y significativas anécdotas, otra forma de llegar a casa, es también el mejor pretexto para escribir de y para mi hija, y, por supuesto, una promesa.
* Se hizo acreedora del adjetivo al dar el discurso de despedida para sus compañeros de secundaria como presidenta de la asociación de alumnos durante el evento de clausura del ciclo escolar.
Quiero aplaudir, quiero llorar, quiero decir y escribir tan bonitas cosas, pero todo se agolpa al mismo tiempo en mi cerebro porque he visto crecer a la protagonista de tu historia y me siento tan feliz por ella y por ustedes mi amada familia. Seguirá su camino y disfrutaremos su madures. Las adoro
y nosotros a ti, querida rita ♡
gracias por leerme
Wow, bravo, bravisimo!!!
… mi admiracion a ambas!!! ❤️👏🙏
fue hermoso, me puse tan sensible y sentimental… gracias!
gracias por la lectura 😀
un abrazo!
qué padre que pasaste a leer y comentar.
va un abrazo trasatlántico!