por Juan Carlos González
Después de su estratosférica carrera con los Beatles, John Lennon eligió la ciudad de Nueva York para vivir. Mi hijo Luciano también decidió vivir ahí, desde hace tres años la Gran Manzana y, más en específico, el edificio Empire State ocupan prácticamente todos sus pensamientos y juegos. Lennon explicaba su elección diciendo que si hubiera vivido en tiempos romanos, habría vivido en Roma y que como Estados Unidos era el actual imperio romano, por ello residía en la capital no oficial de Estados Unidos y del mundo. Esta era la respuesta de Lennon para los medios; en realidad había muchos motivos personales: Yoko vivía ahí, la escena artística era bastante fértil y dinámica, y, sobre todo, ahí podía llevar una vida algo más normal, dentro de lo que cabía para una celebridad de su tamaño, que en Londres, donde se había vuelto insoportable por el asedio de los medios y los fans. Los motivos de mi hijo Luciano también son personales: su amor por el Empire State y otros edificios emblemáticos de la urbe, la estética de la ciudad. Por supuesto, no comparo a un crío con uno de los músicos más influyentes de las últimas décadas, comparo su coincidencia de elegir vivir en Nueva York, porque creo que todos, tarde o temprano, o demasiado temprano como mi hijo, hacemos la misma elección: viajamos hasta la capital del planeta, no importa cómo, y abrazamos la ciudadanía neoyorquina.
La obsesión de mi hijo empezó a los cuatro años de edad, con la película de King Kong de 1933. Un día se topó en YouTube con la versión completa en español y comenzó a verla. El ritmo es muy lento para los cánones contemporáneos, el doblaje es malo y los efectos especiales, aunque adelantados en su época, ya parecen acartonados. Pensé que a los cinco minutos le aburriría y la dejaría. Pensé que, como a todo niño, le llamaba la atención el primate monstruoso, los golpes en el pecho para marcar su territorio y poderío en la Isla Calavera. Pensé que llegaría hasta la pelea con el tiranosaurio y pediría regresar una y otra vez ahí o cambiar a alguno de los tantos contenidos sobre dinosaurios que hay para público infantil. Pero no. La secuencia que lo enganchó fue la de King Kong trepado en el Empire State, o sea, la secuencia final y climática, a esa sí volvió y ha vuelto miles de veces. Es una escena de acción y drama y tragedia, y mi hijo entendía el conflicto subyacente, a sus ojos y con sus palabras, más o menos, la chica era la novia de King Kong y a nadie le gustaba eso. Él se ponía en el lugar de la bestia. De hecho, ese es uno de sus juegos de rol más recurrentes, acaso el único, apilar lo que sea hasta formar una torre y actuar la escena climática, con un avión de juguete en la mano, él hace de Kong y sigue cada manotazo y gesto de plastilina del Kong de 1933: se enoja, brinca, ve con ojos de amor y comprensión a Ann Darrow, mira al vacío cuando se sabe derrotado y se derrumba y se deja caer sobre el suelo del cuarto de televisión. En ese momento deja el papel y ve abatido al primate como un espectador más en la calle, ¿por qué?, ¿qué pasó?, y suelta el remolino de emociones que le provoca.
Pero hubo algo que le fascinó aún más y desde entonces no ha parado de hablar del asunto: el Empire State. Completado en 1931, detentó el título del edificio más alto por casi cuarenta años, hasta que se terminó de construir la torre norte del ahora desaparecido World Trade Center en 1970. De estilo art decó, es una de las principales atracciones turísticas de Nueva York, recibe más de cuatro millones de visitantes al año. Sin duda ha sido y sigue siendo un ícono de la ciudad, del país y del mundo, y como símbolo puede absorber prácticamente cualquier significado que le colguemos. Recibe su nombre porque así se apodaba a Nueva York, el Estado del Imperio, y el edificio hace honor a su nombre, situado en la Quinta Avenida, domina el skyline neoyorquino con garbo y poderío, producto de la imaginación y conocimientos de la ingeniería y la arquitectura norteamericanas del periodo de entreguerras. Desde mi punto de vista, el epítome de la arquitectura art decó en la ciudad es el edificio Chrysler, pero para mi hijo no es el caso. Aunque conoce también otros edificios de Nueva York y del mundo (Europa, Medio Oriente, Dubai, incluso México), para él el mejor y más bello edificio de todos es el Empire State. La belleza venció a la bestia.
Las innumerables maquetas de la ciudad y del Empire State que ha elaborado Luciano con toda clase de materiales (cartón, papel, plastilina, legos, cojines, libros, mobiliario, menaje de cocina, comida, corazones de manzana) pueblan su habitación y su pasión no parece menguar, parece que siempre hace falta una más, nunca es mal momento para hablar del tema, para ver otro documental, para hacer una comparación cuando divisa desde el auto unos de los pocos edificios que hay por estas latitudes.
Por supuesto, toda la información al respecto la conozco gracias a Luciano. Mi Nueva York, la que cada quien posee y reconstruye a su manera, es la de mi hijo, la que aprendí a ver y sentir desde sus ojos. La ciudad ya no es más para mí la referencia literaria de Paul Auster, la musical de Frank Sinatra o los Ramones, la cinematográfica de Scorsese o Woody Allen. Mi Nueva York es la de un chico que desde temprana edad se enamoró perdidamente de la arquitectura de la ciudad y de uno de sus edificios más icónicos. Nunca hemos hablado de ir a Disneylandia; con la cercanía de cada periodo vacacional, Luciano pregunta sin falta si vamos a viajar a Nueva York. Pronto lo haremos y sé que para él será como un viaje de regreso a casa, a su terruño de acero y concreto. Se lo debo, él es un verdadero neoyorquino, ahí nació y allá vive desde hace tres años, y quién soy yo para desmentirlo.