Las tres manzanas

9 noviembre, 2019

por Adriana Med

1. Donde no pastan las vacas

Varía mucho en nuestra mente la imagen que representa a la naturaleza. Puede ser un bosque, una playa, una montaña, un rancho, un campo de té o un lago rodeado de flores, pero por alguna razón cuando pensamos en la ciudad solemos imaginar Nueva York o algo muy parecido a Nueva York. Es la ciudad de ciudades, la antípoda de la pequeña provincia en la que vivimos o del pueblo en el que crecimos. El lugar en el que no pastan las vacas.

Hace varios años deseaba mucho ir a Nueva York. Me gustaba pensar que podía tomar un taxi rojo en Aguascalientes que atravesara México y Estados Unidos en cuestión de minutos y al llegar a Manhattan se convirtiera en amarillo. Quería ser el gusanito de la gran manzana, conocer a gente procedente de países muy distintos, probar comida de todas partes y rentar un árbol en el Central Park. Cesó el anhelo sin haberlo cumplido, pero ese anhelo es un pedazo de mi historia. De alguna manera los lugares a los que quisimos ir y no fuimos forman parte de la etapa correspondiente de nuestras vidas tanto (o casi tanto) como los lugares que sí visitamos, las personas que sí conocimos y las cosas que sí hicimos. 

Walt Whitman vivía en Nueva York. Ahora que le doy una releída desordenadamente me doy cuenta de que su amor a la ciudad es una de las cosas más interesantes de Hojas de Hierba, un libro cuyo título no remite precisamente al asfalto. Ahí la susodicha contraposición entre la naturaleza y la ciudad se difumina y hasta desaparece. Para Whitman, el Whitman poético al menos, un edificio es tan asombroso como un sequoia y la naturaleza es algo que está allá muy lejos,  pero también en Nueva York y en él mismo. 

La arquitectura de Nueva York no me parece especialmente interesante, pero la gente siempre lo es y en Nueva York puedes encontrar a mucha gente de todo el mundo. Su historia y crecimiento en general están muy ligados a la inmigración. Eso sí es especialmente interesante. Lo mejor de todo es que en general es bienvenida (o más bienvenida que en otras partes). Las protestas contra las políticas anti-inmigrantes de Donald Trump son un rayo de esperanza que opaca a su torre de 202 metros de altura ubicada en la Quinta Avenida. “Una gran ciudad es la que posee los hombres y las mujeres más grandes. Aunque no poseyera más que algunas chozas miserables, sería la más grande de las ciudades del mundo”.

No entiendo a los amantes de la naturaleza que sienten desprecio o desinterés por el resto de los seres humanos, como si no fuéramos animales también. Unos muy inteligentes, por cierto, para bien y para mal. Pienso que deberíamos ver a las personas con la misma fascinación con la que vemos un documental sobre elefantes africanos. Sin molestar ni insistir si es literal y en persona, claro. Solo mirarlas un instante, saber que existen en este mundo y decirles “buenos días“  o “buenas tardes”, aunque luego las olvidemos para siempre.

Un parque, un jardín, un perro acostado afuera de un taller mecánico, un anciano que vende frutas y unos jóvenes que salen a la calle con una pancarta que dice “Bienvenidos” en un mundo en el que el odio insiste en ganar, no están menos vivos que todos esos paraísos naturales y animales salvajes que soñamos con conocer y que están mucho mejor sin nosotros. A veces se me olvida.

2. A la vuelta de la esquina

En mi ciudad hay un noticiero radiofónico en el que una mujer narra las noticias. Repito: las narra. En vez de simplemente informar que hubo un accidente vial, por ejemplo, relata todo como si se tratara de un chisme o la escena de acción de una mala película. Me recuerda a quienes les preguntas algo muy específico y te dicen a qué hora se levantaron, qué desayunaron, qué canción escucharon mientras desayunaban, y así hasta responder tu pregunta. Eso llega a ser irritante, pero me he dado cuenta de una cosa (bastante obvia en realidad): son personas que cuentan historias. Que están ávidas de hacerlo. Quizá sean historias aburridas, sensacionalistas o carentes de profesionalidad. Quizá sean malas y eso es lo que molesta. Pero esa gente escribe sin darse cuenta.

Gracias a las Historias de Nueva York de Enric González, conocí a Meyer Berger, un periodista bastante peculiar. Tímido, enfermizo, cegatón y con problemas financieros, tuvo que abandonar la escuela a una edad muy temprana para trabajar de mensajero en un periódico. Poco después se uniría nada más ni nada menos que al equipo de The New York Times donde salvo por una interrupción en The New Yorker trabajó por el resto de su vida. En 1911, a edad de 13 años, escribió su primera crónica. ¿El protagonista? Un tipo que engulló 257 manzanas de una sentada en un puesto callejero.

Ese era el tipo de historias que escribía Meyer Berger en su mayoría: pequeñas, callejeras, importantes. Importantes porque él así lo decidió, porque estuvo ahí cuando pasaron (o acababan de pasar). Porque todas las personas le interesaban y se acercaba a hablar con ellas. En alguna ocasión confesó que su secreto era evitar hacer preguntas. Se limitaba a dejar que la gente hablara con palabras y gestos, y a describir detalladamente la atmósfera y el lugar. En su opinión la mejor manera de contar una historia era dejar que la historia se contara a sí misma. Verdadera y natural. Sin meterle mano. Nadie sabía cuál era su opinión sobre las cosas porque no se vislumbraba en sus reportajes. Lo suyo era capturar el espíritu y fue así que inmortalizó a miles de neoyorkinos en el papel. Una ciudad es mucho más que lo que dejan ver los reflectores y los encabezados de las primeras páginas de los diarios, de hecho, es todo lo que pasa a la vuelta de cualquiera de sus esquinas. De Nueva York podemos decir un montón de cosas. Que es el hogar de Spiderman, que ahí está la sede central de la ONU, que el béisbol es su deporte más popular. Es bien sabido. También podemos decir, sin embargo, gracias a Meyer Berger, que el 24 de agosto de 1953 a un músico ciego llamado Oscar England le falló el sexto sentido que había conservado por treinta y cuatro oscuros años. Dio un paso de más en la estación de Union Square y la vida se le escapó entre un tren expreso con destino al Norte y la plataforma de hormigón del andén. Que en paz descanse. Aún hoy y siempre.

3.Mostaza

A mi madre le gusta muchísimo la mostaza. Es un detalle que sencillamente no puedo dejar pasar porque no me parece menor. Si tuviera que describirla en unas pocas palabras, diría: “Gran mujer, excelente cocinera, parlanchina y amante de la mostaza”. Creo que la proporción entre mayonesa y mostaza untadas en las rebanadas de pan al preparar un sándwich dice mucho sobre una persona. Ella le pone mostaza incluso a las palomitas de maíz. Nunca le he preguntado al respecto y supongo que no le da mayor importancia a su gusto amarillo, pero para mí es parte de su esencia. Mi teoría sobre su origen es un lugar y su nombre es Nueva York. 

Vivió ahí cuando era muy joven. De niña me habló de los rascacielos, las oraciones de su compañera musulmana y los escaparates navideños. Aún lo hace a veces y no me canso de escuchar las mismas anécdotas una y otra vez. Cómo hacerlo. Por encima de la cultura popular y de todas las cosas, Nueva York es para mí la ciudad en la que mi madre fue feliz.

Comer comida rápida fue una parte importante de su experiencia, que incluyó bastante mostaza. A los norteamericanos les encanta la mostaza. Es su aderezo favorito en los perritos calientes por encima de la kétchup y un restaurante neoyorkino inventó una pizza en la que la mostaza sustituye a la salsa de tomate. El sosiego no es para todos.

Por supuesto, la mostaza no nació en Estados Unidos. Ni en Francia. Es de hecho uno de los condimentos más antiguos. Se cree que los romanos la inventaron aunque los egipcios ya comían algo semejante y, en cuanto a la planta, existe desde hace al menos tres mil años.

La Biblia dice que la fe del tamaño de un grano de mostaza puede mover montañas y la parábola compara al reino de Dios con el grano de mostaza que de todas las semillas es la más pequeña, pero cuando crece se convierte en la más grande de las hortalizas.

Quiero pensar en esa clase de cosas cada vez que mi madre le ponga demasiada mostaza a algo. En Frank Sinatra cantando “New York, New York” en su cabeza, en las torres gemelas aún de pie en sus recuerdos, en el Mediterráneo y en el Medio Oriente, en los campos de flores amarillas, en sembrar la semilla más pequeña.

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