Un cuarto vaciado

7 noviembre, 2019
un cuarto vaciado

por Burky Thompson

Existen muy cerca de novecientos veintitrés mil cuarenta y un automóviles registrados en Nueva York. He pensado seriamente que para aprender algo es estrictamente necesario que nadie te lo diga. Cuando yo aprendí a manejar, por ejemplo, nadie me dijo que como tal manejar era identificar al estúpido o la estúpida más próximo a nosotros y encontrar la forma de apartarse lo más posible de ellos, quien te diga algo opuesto no sabe manejar, solo ‘se’ aprendió la mecánica más sencilla y superficial de su armatoste y por respeto a nuestra inteligencia más ligera nadie debería dejar repetirlo de tan obvio.

Yo la conocí cuando todavía no aprendía nada. Y manejar, en realidad es saber desplazarse de un punto a otros varios sin reventarle la rutina a alguien más. Creer que nuestra conducción termina en un solo destino es potencial y efectivamente un error, uno tan grande como una ciudad.

Ahora mal, tumbados en una cama aleatoria como una idea en caída libre, ella fumaba. El humo se elevaba gateando y se desvanecía como si quisiera escapar de ahí, algo que no podría adivinarse por su suspensión en el cuarto, pero su levedad era tan perjudicial para su escape como lo podría ser si en vez de levedad fuese pesadez: se quedaría ahí conmigo, también como una idea, pero sin caída ni libertad.

Cada minuto en el que me quedé atrapado, en realidad fui dividido en una fórmula encerrada en aquella habitación. Dicha fórmula no cupo ni en ese cuarto ni en los minutos que sí consiguieron salir de ahí enteritos; ahora estoy a displacer en ese lugar cada que puedo, sin quererlo, como si hubiese caído en una grieta, la misma que se confunde con la delgada línea que divide lo deshabitado de un hábito: un cuarto vacío y sus modos verbales.

Mi risa era amarga, y debía responder a su propuesta pero ahora pienso que debimos haber estado vestidos, arropados individualmente a pesar de la proxemia, tan ajenos como el frío lo hiciese posible porque debió estar nevando y debió también ocurrir en algún sendero de Central Park o en alguna esquina de la Fifth avenue, debió ser durante Christmas eve y mi bufanda debió ser color gris rata, mi abrigo de hebras cafés y blancas urdidas en cubo. Le dije:

Sabes que sí lo haría sin pensarlo dos veces, bebé —le besé el hombro y esquivé el humo de su cigarro—. Incluso pienso que sabes muy bien que lo haría sin chistar. Y no tengo mucho problema con que me utilices para lo que sea. Pero en esta ocasión mi respuesta será: no. Me alegra que sepas también que no hago esto por dignidad o por orgullo, me alegra aún más que sepas que abomino de ambos sacramentos sociales. En esta ocasión, no lo haré, no te ayudaré pero por un motivo más horrible y tan monstruoso como una epifanía: No estoy dispuesto a hacerlo porque estoy seguro de que tú jamás harías eso por mí.

¿Pero por qué en Manhattan?, me preguntarías como un recuerdo confundido y lejos de su rebaño de recuerditos. No eludas tu responsabilidad, acabo de decirte algo importante, acabo de negarte mi amor. Lo de menos es el lugar. Lo de más es que comenzaras a llorar: el llanto siempre encarna algo injusto sobre todo cuando te están diciendo algo importante.

No es lo mismo si una película te hace llorar, que te desbordes ahí en el cine, a que estés teniendo una plática civilizada y de repente te tires a llorar desconsolada, no es mal gusto, es incluso una falta de respeto. Una película de Woody Allen, por ejemplo, en el momento en el que veas a su personaje llorando sabes que ya no hay más película que filmar, finito, we’re done here. El llanto termina con todo o le da un espacio que no es posible determinar, ya toda charla perdió su arrojo y su único fin en adelante será detener esa fuga pluvial. El cuarto es verbalmente otro, irreconocible. Toda historia neoyorquina es la contención del llanto.

No estoy llorando”. No me dirás porque me tienes algo de pena, pero lo veré con todo el crédito que nunca me ha sido del nada necesario. Así entonces lo de Woody Allen no es un estilo sino una instrucción. La premisa nunca fue ‘los hombres no lloran’, o sí, pero algo se perdió en la traducción, la única verdad era que no deben llorar en público, incluso es mejor si nadie lo hiciera. Es como un tutorial de maquillaje visto desde detrás del espejo. En vez de resaltar tus facciones o modificarlas, lo único que haces es esconderlas hasta que terminen de sanar, casi casi como si llorar en público fuese orinar o defecar por supuesto, también en público. Un escándalo muy personal o en secreto como una novela de Paul Auster.

Pero yo no te estoy pidiendo tu amor. No lo quiero ya. Yo solo quiero que me cuides a mi perro mientras salgo de viaje por estos meses. Podrías hacerlo por el amor que algún día sí compartimos.

Olvidaba que era tan lista y que lo era más cuando hablaba despacito y comenzaba a vestirse. Exacto: mientras lloraba. Y ni pensar en convertirme en un simio, un simio inmenso quien pudiese atrapar a la mujer de su deseo solo con su mano. En lugar de eso regresé a mi patetismo woodyallenesco y hablé suave y por supuesto pedí su disculpa, aún más genuina que las ganas de arrebatarle la ropa y decirle que sí, que lo que quisiera. Pero eso me volvió paradójicamente en el simio que estuve evitando, el mismo que cree que podría escapar si escala un rascacielos porque es lo único que consigue ver, como si no tuviera ojos o fuese el humo que sale del cigarro de ella y está suspendido en medio de la habitación.

Pero veamos, la gran manzana debió trazarse en una habitación también, rodeada claramente por la desesperación: claxons agolpándose en la ventana. Seguramente se peleó cada punto geográfico scorsesemente entre villanos con los ojos irlandeses a la Daniel Day Lewis, no nos dejaron duda. ¿Cuántos automóviles en existencia por esas fechas? No subway, no Empire State. En esa habitación jamás supieron lo que costaría esa ciudad mientras la dibujaron. Y yo sabía que decirte que no, sería también una ciudad lo que tendría que sangrar o esquivar.

Un automóvil es también una habitación que, más que moverse nos mueve. Lenny Kravitz vivió en su auto por un año, pero nunca estuvo encerrado con ella en esta habitación, quizá por eso pudo hacer la canción moderna más neoyorquina: It ain’t over ‘til it’s over, aunque quizá nos la escribió a nosotros dos, me encanta mentirme.

No, digo esto último porque siempre quise ser Lenny Kravitz, habitarlo como un cuarto y que Nicole Kidman estuviese loca por mí como para casarse conmigo y no yo de ti que no sé qué hacer con que me pidas cuidarte a tu cánido amigo mientras te vas a seguramente enamorar a la otra parte del mundo, ‘cose I just can’t get you out from my mind. Y mataría, sabes bien, que mataría por ser Bartleby, o por ser Holden Caulfield para matar a mi narrador y arrebatarle su exilio.

Me aburres cuando te pones así.

Y sí, la literatura, fuera de la soledad que exige, es aburridísima, es exponencialmente proporcional a la diversión que se obtiene de bailar slam solo; cuando es compartida la lectura, incluso cuando los niños escuchan historias antes de dormir se sorprenden de ver a un adulto pegado a un inanimado rectángulo con hojas que escupe cosas que le pasan a alguien, ese espectáculo cobra sentido después de haber recitado poemas que costaron noches enteras, noches de llegar hasta ella y no tener idea que lo realmente significativo era verte arrodillado y sin esperanza a sus pies.

Pero eso sí, nunca soltar el llanto, no puede verme llorando porque ahora sí se termina de vestir y se va. Puedes llorar en soledad, eso sí, viendo videos de Joey Badass, no por su flow sino porque la puedes imaginar babeando por él. ¿No será que te gusta a ti? No creo, ¿admirar es lo mismo que gustar? Solo cuando revelas tus inseguridades. Pues entonces sí. Pero imagínate que en realidad estás escribiendo en un cuarto de Manhattan como maquinó Stan Lee al Dr. Banner, imagínate que tu enclenque sensibilidad te convierte en un monstruo pero ya no estás para salvar a nadie, eres un deseo inasible de destrucción: yo también elegiría a la misma gran manzana como objetivo, esta furia me haría sentir inmenso como el monstruo de Cloverfield, y con un poco de suerte podría haber removido de mi memoria esa habitación y removido también ese diálogo de esa habitación, y llevarlo a su destrucción: you broked in New York, babe!

Pero no puedo engañarnos más. Estamos lejos de la estatua de la libertad, y le estoy hablando a tu perro sentado en esta banca, preguntándome por qué te dije que sí y por qué no puedo regresar a ese momento a regalarme un poco de orgullo, de dignidad. En Nueva York tienen exceso de autos y seguramente alguno de sus taxis o algún uber me dejaría subirlo para regresar a casa, porque comienza a llover y estoy exhausto. Qué bueno que te escribo porque si comienzo a hablar seguro que lloro y eso no me lo permito. Fuiste muy lista al alejarte de mí y dejarme como un cuarto vaciado. Fuiste muy lista porque necesitaba un perro y no una novia.

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