por Lili Pérez Bernal
No es extraño este sitio para la danza.
Yo lo digo.
Federico García Lorca
Nueva York me abruma, esto es, a la vez, confesión y descubrimiento. Los pongo en situación: al enterarme de que el tema de este número sería Nueva York mi alegría fue inmensa y me cayeron en cascada años de acumulación de datos inútiles, referencias peliculeras, literarias, musicales, teatrales, seriales, etcétera. Sumergida ya en aguas profundas, me cayeron encima otros miles de litros de anécdotas ajenas y personales e imágenes varias. Ahogada sin remedio, embutida en una sudadera-souvenir-I-love-New-York para entrar en el mood que a bien tuvieron mis padres regalarme y que combina comodidad, practicidad y recuerdo todo en uno; esperando a que mi cerebro reaccionara, pensé en las posibles inscripciones en mi lápida: Aquí yace Lilí Pérez Bernal, quien fue aplastada por una ciudad.
Después de respirar hondo unas trescientas veces, la primera escena apareció en mi mente, probablemente no es la más ortodoxa cuando uno piensa en Nueva York, pero no pude ni quise evitar la imagen de cientos de volúmenes del Ulises de Joyce, frescos cual lechugas, recién salidos de la imprenta, embargados en el puerto de esta ciudad por ser un libro que atentaba contra las buenas costumbres; quizá en esta escena la ciudad es tangencial, pero la anécdota que se desprende de aquí es una de las mejores anécdotas literarias que he leído nunca. Resulta que, a raíz de este incidente, Hemingway, amigo de la editora de Joyce y dueña de la librería parisina Shakespeare & Company, Sylvia Beach, le ofreció una solución para lograr meter los inmensos Ulises a Estados Unidos. El plan era aparentemente simple. Hemingway tenía un amigo en Chicago que viajaría hasta Toronto y ahí rentaría un departamento a donde deberían ser enviados los Ulises, ya que en Canadá, a diferencia de Estados Unidos, no estaban prohibidos. Así lo hicieron y desde ahí, el amigo de Hemingway se metía dentro del pantalón uno o dos volúmenes del Ulises, se subía al ferry y llegaba a Estados Unidos, donde dejaba los libros sin ningún contratiempo. Cabe destacar que esto lo hacía durante la Ley seca, por lo que existía una gran posibilidad de que fuera detenido para ser cacheado y que se descubriera el pecaminoso contrabando. La anécdota tiene un final feliz: los inquisidores nunca descubrieron la artimaña y los suscriptores estadounidenses de Shakespeare and Company pudieron disfrutar de los laberintos joyceanos en relativa paz.
En anécdotas mucho menos literarias y mucho más personales, están las narradas por mis propios padres, para quienes Nueva York es una ciudad en la que un día de lluvia entras a una tiendita en la que venden artículos chinos, que uno ni siquiera sabe que necesita hasta que llega el día en que uno, efectivamente, los necesita, a comprar un paraguas para evitar transformarse en charcos ambulantes. Entonces la ciudad se convierte, para ellos, en la imagen de las largas avenidas con botes de basura repletos, hasta desbordarse, de coloridos paraguas rotos, porque ¡ay!, grande es la esperanza, pero la realidad es más bien enorme y los peatones habían osado subestimar el combo Bonnie y Clyde climatológico, en el que se mezcla una cantidad ingente de lluvia con vientos más bien huracanados, con el previsible resultado de la extinción paragüil, como bien podrían haberlo atestiguado todos esos miles de paraguas que nacieron para vivir almacenados hasta el día de su muerte, o sea, en su primera incursión a prestar servicio. Hay otra escena en el anecdotario niuyorquino de mis padres y esta es la de hombres de saco y corbata, y mujeres en traje sastre, sentados en las banquitas del archiconocido Central Park, sacando sus respectivos topergüers para descubrir un espagueti frío o una ensalada más bien alicaída, en su tiempo de descanso. Cada uno de ellos en su respectiva banca, cada uno con su respectivo topergüer y sus respectivos ejecutivos pensamientos en pausa, disfrutando de la maravillosa paleta de colores que ofrecía la naturaleza, los transeúntes y el marco de edificios que rodea al Central Park. Hará bien el lector en separar ambas anécdotas en días distintos, para no poner a nuestros ejecutivos en pausa en la terrible disyuntiva de tener que cerrar los topergüers y correr a resguardarse de la lluvia, o elegir quedarse sentados, con un espagueti al remojo y una ensalada más bien húmeda, disfrutando de la paleta de colores que ofrecen los días lluviosos.
Para mí, Nueva York es un fish and chips en un restaurante irlandés atendido por un mesero con ascendencia mexicana que lamentaba que sus padres no le hubieran enseñado español desde pequeño. Es mi mamá entrando a una sala de exposición del MoMA manifestando su emoción por encontrar la primera cosa que le pareció bonita en el museo: un sillón de colores, y descubrir, segundos después, con la risa atorada en el asombro, que el sillón estaba hecho de dildos. Es mi papá frente a un Pollock inmenso jugando a interpretar cada raya y cada punto mientras una señora desconocida lo seguía, interesada, en su lectura de la pintura, y somos todos frente a una aspiradora protegida por una caja de cristal llevándonos una gran decepción al ver que, el artista, había considerado que su obra no merecía otro cosa que llamar a las cosas por su nombre, y la había bautizado como Vacuum.
Las demás anécdotas, amable lector, me las guardo para tener algo que contar cuando sea vieja y no incordiarlos con repeticiones, porque aunque la memoria tiene cierto porcentaje de olvido y otro tanto de imaginación, que suele convertir las cosas viejas en nuevas según se le antoje, al escucharlas por segunda vez siempre nos quedará la sensación de haber tenido un deja vu.
Siempre he pensado en esta ciudad como a un personaje: está el capitán Ahab, Jo March, David Copperfield, Edmundo Dantés y Nueva York. Sí, sí, leyeron bien, Nueva York es una ciudad-personaje y si me permiten ir más allá, yo diría que es un personaje entrañable, aunque de vez en cuando se convierta en un callejón oscuro, con un gran contenedor de basura en el que un restaurante chino y turbio, decorado con luces neón, gánsters kunfu pandas, galletas de la mala suerte y dragones luminosos en la entrada (como no puede ser de otra manera), deposita toda la basura acumulada durante el día, la semana o el mes. Ustedes sabrán perdonar mi ignorancia supina en materia de los protocolos basuriles que manejan los restaurantes chinos y turbios, pero era necesario llevar hasta sus hogares la olorosa imagen.
Esta ciudad es el abuelito buena onda que reúne a todos sus nietos, cada uno a cual más excéntrico, alrededor de una mesa para contarles todo lo que puede ofrecerles mientras ellos, más parecidos a los solitarios personajes de las pinturas de Edward Hopper, nomás están concentrados en sobrevivir en una ciudad que reconocen todos los días. Hasta que un día, llega a la mesa del abuelo, el amigo provinciano de uno de los nietos dispuesto a sorprenderse con todo lo que este puede enseñarle y, de repente, los nietos, ¡OH! ¡WOW!, se dan cuenta de que están en Nueva York.
Es increíble cómo ciudades tan grandes como lo es Nueva York, pueden acabar siendo pequeñitas; delimitadas por las personas que viven en ellas al café de la zona en la que te reúnes con los amigos, a las escaleras del edificio en el que vivimos, a las calles que transitamos todos los días; al restaurante que no comprende lo que es la música ambiental, pero al que insistimos en seguir yendo; a la tintorería en la que siempre nos recibe un señor malencarado, pero al que, a fin de cuentas, la costumbre ha convertido en nuestro señor malencarado; al perro que nos ladra cada vez que pasamos por su territorio, territorio que comprende las dos cuadras, en todas direcciones, desde su reja. A los cinco árboles que ya conocemos en sus cuatro estaciones. En fin, las ciudades se convierten en pequeños y cotidianos rituales que muchas veces no nos dejan tiempo para el asombro, aun cuando se trate de una ciudad como Nueva York. Para Dean, por ejemplo, uno de los personajes que acompaña a Jack Kerouac en su novela On the road, la cafetería de un tal Héctor es considerada uno de los grandes símbolos de Nueva York. Parece poco ortodoxo que alguien destaque, entre todas las cosas impresionantes que tiene esta ciudad, una simple cafetería, pero ¿cómo demonios no podría ser un símbolo de la ciudad en la que vives una cafetería donde uno puede disfrutar, en días especiales o no tan especiales, de unos hermosos (el adjetivo es de Kerouac) pasteles muy azucarados y unos bollos de crema? Después de todo ¿quién se puede negar a unos hermosos pasteles?, ¿quién? Pienso, también, en la Nueva York de Vivian Gornick en la joyita de libro que es Apegos feroces, y en cómo describe al Bronx, su barrio, como un mosaico de territorios étnicos invadidos donde irlandeses, judíos e italianos tuvieron que aprender a convivir porque no les quedaba de otra. La ciudad acaba convertida en las historias individuales de la gente que las vive.
Por otro lado, a veces la mirada extranjera nos sorprende coincidiendo con la local en su lectura de una ciudad. Tanto Sinatra como Lorca estuvieron de acuerdo al definir a Nueva York como una ciudad con insomnio crónico, aunque he de decir que, su condición suena más grave desde el diagnóstico Sinatrense, con su ciudad que nunca duerme, que desde el Lorquiano ciudad sin sueño, que suena más a que la ciudad se la pasa de parranda. Y qué parranda cuando Harlem está amenazada por un gentío de trajes sin cabeza y por los barrios hay gentes que vacilan insomnes.
Cuenta Andrew Anderson, en su larga introducción a Poeta en Nueva York, ese poemario que nació huérfano porque su padre, Federico García Lorca, yacía en alguna fosa guerra civilista en el lugar que lo había visto nacer, que Lorca insistía en acompañar su poemario con imágenes, en su mayoría postales, que había conseguido en la ciudad, y dibujos que él mismo había hecho. La lista de imágenes que Lorca proponía, al contrario de lo que uno podría pensar al leer un poemario más bien surrealista, eran bastante ordinarias: la Estatua de la Libertad, Wall Street, Broadway, una multitud de gente, etc. Nada más había tres o cuatro que parecían ir más acorde con la línea del poemario. Es, quizá, este contraste entre imágenes realistas y surrealistas lo que distingue a una ciudad en la que hasta lo más visto, revisado y comentado nunca deja de sorprender. Es la Estatua de la Libertad, edificios imposibles, Central Park y Perk, desayunos en Tiffany’s o en Monk’s café, barrios de inmigrantes, jazz, Woody Allen, un callejón oscuro, ladrillos y escaleras que acompañan a edificios prácticos de arquitectura cuestionable, cannolis before guns, Broadway, laberintos, encontrar al amor verdadero en el Empire State, veintemil referencias peliculeras, taxis amarillos, treintamil referencias literarias, pretzels y hot dogs, cincuentamil referencias musicales, Truman Capote ofreciendo la fiesta del siglo en el hotel que Kevin, nuestro pobre angelito, usaba como centro de operaciones travesuril, cuatro o cinco gatos y Coney Island, baby.
Excelente narración que me permitió saborear y sentir una ciudad, ahora visitada en mi imaginación. Fresca y grata experiencia.
¡Me alegra mucho que le haya gustado! Gracias por leer y comentar.