por Ernesto Macías
Concrete jungle where dreams are made ofThere’s nothin’ you can’t do
Now you’re in New York
These streets will make you feel brand new
Big lights will inspire you
Jay-Z ft. Alicia Keys, Empire State of Mind.
¿Es posible estar enamorado de una ciudad? ¿Enamorado como se supone que lo esté uno de alguna persona? No de un edificio de esa ciudad, ni de una esquina de una calle, ni de un lago en un parque en invierno, con el reflejo de danzantes caras en el hielo, como una escena de una cursi película de romance. No digo de una sola zona, sino de todo. Todo lo que hay allí.
La ciudad de Nueva York fue durante mucho tiempo un intenso amor platónico en mi vida. Digo un amor platónico en la acepción popular, donde fue para mí un deseo inalcanzable poner un pie en cualquiera icónica locación de la gran ciudad. Peor aún, desarrollé una obsesión con la idea de que la ciudad me llamaba, que pertenecía a ella y que todo lo que la vida parecía tenerme preparada debería suceder ahí, quizá a unas cuadras del Madison Square Garden, o a la vuelta de la avenida Broadway a la altura de la Quinta Avenida.
Lo anterior no es de sorprenderse, pues vengo de una época donde se romantizó y se llevó al máximo la adoración por dicha ciudad. Veía a mis personajes favoritos de la infancia desfilar por calles de barrios famosos y coloridos como Queens y el Bronx, veía en las películas a los grandes héroes de acción saltar de techo en techo, desde el Empire State hasta la terraza del Waldorf Astoria. Escenas cómicas y jocosas dignas de ser entrañables; toda una vida en Central Park y escenas mágicas evocando grandes centros de espectáculos en Broadway y sus alrededores. Incluso llegué a ver el lado burdo de la ciudad con gran expectativa desde la incomprensión de la vista urbana en historias de Woody Allen que no alcanzaba a entender o disfrutar.
Hasta en la música infantil, recuerdo a Manuel Mijares recitar una cursi canción para una película no muy conocida de Disney, “Nueva York ciudad de hierro y luz donde se sueña”, y otros estribillos que invitaban a pensar en la ciudad como en un espacio de posibilidades ilimitadas para aquellos indómitos que se atrevieran a hacer de Nueva York su hábitat.
No debe sorprender pues que mi generación creciera con, al menos, dos grandes deseos: uno, el que aun ahora no comprendo, visitar Disneylandia; y dos, visitar Nueva York, esto último, a mi parecer, más que un deseo infantil, fue una semilla que germinó en un deseo mayor y más complejo, el deseo de pertenecer a un lugar que, por lo menos en aquel entonces, prometía ser el gran escenario para una vida motivada por la visión cinematográfica de la ciudad.
Los años pasaron y la vida se encargó de darme una visión más adusta de la ciudad. El primer golpe de realidad llegó en forma de atentado terrorista, cuando en 2001 la ciudad que había anhelado se desmoronó dejando ver que, más allá de las fantasías hollywoodenses, era vulnerable, vivir en ella era un peligro, y en el fondo no era más que una gran concentración de gente entre toneladas de hormigón y hierro.
Después del golpe a la psique que significó para quienes crecimos viendo la urbe de hierro como algo casi indestructible, a pesar de haberla visto representada “bajo amenaza” más de cien veces, fue más fácil para mí ver a la ciudad de una forma más realista. Uno puede idealizar todo lo que quiera un lugar, pero no puede dejar pasar el hecho de que una estancia de unas cuantas horas en Nueva York lo hacen absorber casi la misma radiación ionizada que por estar cerca de un aparato de rayos x.
No hay, hasta ahora, un punto de la ciudad que no se considere un punto de riesgo latente, ya sea por el crimen local o por las constantes y ahora “reales” amenazas extranjeras. La ciudad que en realidad nunca tuvo los brazos abiertos, es ahora más incluyente, más amigable al inmigrante y más segura de lo que fue cuando yo era niño y, aun así, vivir ahí es un deporte de riesgo. Incluso los locales, personas nacidas en el estado de Nueva York, no la ciudad, consideran que la gran urbe le robó la identidad a su lugar natal. Oriundos de Ithaca, Albany, Tarrytown y otros condados viven con recelo de los capitalinos que reclaman el título de “verdaderos neoyorquinos”. Nueva York es una ciudad que, incluso para los nativos de ella, arrebata todo y no da nada a cambio; excesivos costos de vida, segregación, discriminación, contaminación, falta de espacio, todo eso y más es para muchos el día a día en la gran manzana.
A pesar de lo anterior, no creo que mi romance infantil con la “capital del mundo” haya quedado en el olvido. Ahora que trato de decidir el siguiente paso de mis ambiciones profesionales, veo la oportunidad perfecta para cumplir el sueño de mi infancia. Ya no quiero visitar la estatua de la libertad o ver el desfile de las tiendas Macy’s, ahora quiero contemplar la vida desde el campus central de la universidad de Columbia, o tener que ir del Harlem hispano al centro de posgrado de ciencias y artes.
Después de todo, el amor platónico no desaparece hasta que uno logra hacerse con el objeto de su deseo o este deseo es sustituido por algo más. Por mi parte, mi deseo ha durado más de 25 años, alimentado por el viejo estribito de una cursi canción de mi infancia “ponte a imaginar, nada cuesta soñar, Nueva York ciudad de la aventura”.